Agradezco las palabras de Slavoj Zizek que, en una reciente entrevista, nos dice que tenemos que procurar ser más hedonistas. Evidentemente habla de un hedonismo distinto al impuesto por la ley de mercado, esa individualista manera de conseguir placer, técnicamente llamada ocio. Los placeres no son objetos de cambio, y por ello, de disputa. En este sentido, el placer es algo que supera al propio individuo, que va más allá de él. Hablamos del placer de estar con los tuyos, con los demás. Este tipo de placer resulta difícil de comercializar.
En el ámbito del deporte, del atletismo en particular, ese placer toma su cuerpo, se objetiva, en la propia competición. En ella, que no es más que una especie de egoismo sublimado, ponemos a prueba nuestro cuerpo, nuestros límites, pero siempre teniendo en cuenta a los demás. No hay competición sin el otro.
Esta necesidad lleva aparejada otros valores ajenos a los propios del placer individual de ganar, de ser el mejor. Más aún, esos valores distintos, que tendemos hoy en día a ocultar o a olvidar, son los que dan sentido a la victoria, son la esencia del placer protagonista en el deporte. Sin esos valores el ganar se convierte en un fin en sí mismo. Ganar por ganar, que no es más que un acumular victorias, una tras otra, y todo lo que ello implica en nuestra sociedad, más y más dinero hasta... (vete a saber cuando se acaba esto).
Cuando hablo de otros valores implicados, que ocupan un segundo o tercer plano pero que están ahí, me refiero, entre otros, a la honestidad, a la sinceridad. Estos valores u objetivaciones morales mantienen un lugar poco visible, pero no por ello dejan de ser importantes o decisivos. Pasa lo mismo que con el valor en la mili, se suponen. La competición sólo es posible si se asume, por principio, la honestidad y la sinceridad del contrincante y la propia. A nadie le gusta enfrentarse a alguien que sabe que utiliza malas artes o el engaño. Ante esa situación, uno tiende a pasar de largo, vamos, si no está impedido por alguien o algo.
Hoy en día algunos deportistas parecen obviar la conexión profunda entre estos valores y la competición. Dicen del deporte actual que no es más que un circo montado en el que la exigencia al propio atleta se convierte en una asfixiante soga al cuello. El atleta se cree objeto de una situación no querida, de una especie de espada de damocles, que le atenaza y le obliga a tomar decisiones críticas, extremas. Este circo, dicen, es ajeno a los sentimientos y afecciones de los atletas, los verdaderos sujetos, personas de carne y hueso.
Pero no nos engañemos. Si bien la economía de mercado ha cercado toda actividad humana cosificándola, poniendole precio y, para ello, ha tenido que aniquilar cualquier vestigio de lo cualitativo, de lo inconmensurable, o sea, de sentimientos, de valores humanos, es tarea de los propios sujetos, de los propios atletas, el aportar la dosis de humanidad que contrarrestre tal acceso. Y, volviendo con el placer, difícilmente un deportista que obvie lo anterior, es decir, su propia capacidad para dar sentido más allá de la rutina que obliga el cumplimiento de unos objetivos, de unas marcas, de unas medallas, de unas becas, considerará que su actividad es placentera. Todo lo contrario, hablará de sufrimiento, de sacrificio, aspectos que enfacitan el lado oscuro de la vida, una especie de pesimismo que necesita ser calmado con analgésicos como el dinero y la fama. Pero, lo malo es que el efecto de esto no es muy duradero.
Para los demás, si es que nos sentimos agraviados, valga lo que decía Aristóteles: El castigo del embustero es no ser creído aún cuando diga la verdad.
Esta necesidad lleva aparejada otros valores ajenos a los propios del placer individual de ganar, de ser el mejor. Más aún, esos valores distintos, que tendemos hoy en día a ocultar o a olvidar, son los que dan sentido a la victoria, son la esencia del placer protagonista en el deporte. Sin esos valores el ganar se convierte en un fin en sí mismo. Ganar por ganar, que no es más que un acumular victorias, una tras otra, y todo lo que ello implica en nuestra sociedad, más y más dinero hasta... (vete a saber cuando se acaba esto).
Cuando hablo de otros valores implicados, que ocupan un segundo o tercer plano pero que están ahí, me refiero, entre otros, a la honestidad, a la sinceridad. Estos valores u objetivaciones morales mantienen un lugar poco visible, pero no por ello dejan de ser importantes o decisivos. Pasa lo mismo que con el valor en la mili, se suponen. La competición sólo es posible si se asume, por principio, la honestidad y la sinceridad del contrincante y la propia. A nadie le gusta enfrentarse a alguien que sabe que utiliza malas artes o el engaño. Ante esa situación, uno tiende a pasar de largo, vamos, si no está impedido por alguien o algo.
Hoy en día algunos deportistas parecen obviar la conexión profunda entre estos valores y la competición. Dicen del deporte actual que no es más que un circo montado en el que la exigencia al propio atleta se convierte en una asfixiante soga al cuello. El atleta se cree objeto de una situación no querida, de una especie de espada de damocles, que le atenaza y le obliga a tomar decisiones críticas, extremas. Este circo, dicen, es ajeno a los sentimientos y afecciones de los atletas, los verdaderos sujetos, personas de carne y hueso.
Pero no nos engañemos. Si bien la economía de mercado ha cercado toda actividad humana cosificándola, poniendole precio y, para ello, ha tenido que aniquilar cualquier vestigio de lo cualitativo, de lo inconmensurable, o sea, de sentimientos, de valores humanos, es tarea de los propios sujetos, de los propios atletas, el aportar la dosis de humanidad que contrarrestre tal acceso. Y, volviendo con el placer, difícilmente un deportista que obvie lo anterior, es decir, su propia capacidad para dar sentido más allá de la rutina que obliga el cumplimiento de unos objetivos, de unas marcas, de unas medallas, de unas becas, considerará que su actividad es placentera. Todo lo contrario, hablará de sufrimiento, de sacrificio, aspectos que enfacitan el lado oscuro de la vida, una especie de pesimismo que necesita ser calmado con analgésicos como el dinero y la fama. Pero, lo malo es que el efecto de esto no es muy duradero.
Para los demás, si es que nos sentimos agraviados, valga lo que decía Aristóteles: El castigo del embustero es no ser creído aún cuando diga la verdad.
Comentarios
Manuel S.M.
Rafa, acuérdate, por favor, del artículo de Ortega sobre el subjetivismo y que me dijiste que era muy bueno. Lo espero. Un abrazo.