Los compositores españoles del siglo XIX, siguiendo el camino ya iniciado por los colegas de otros países, también se sintieron obligados, o tentados en cierto modo, a crear una ópera nacional. Pero sus intentos no terminaron de cuajar. El público español, lejos de interesarse por la búsqueda iniciada por sus compositores, era un fiel adepto de la ópera italiana, la hegemónica. En España, y lo mismo sucede actualmente con el cine americano, se traducían las óperas italianas. Éstas hacían las delicias del público español. Sí, en España, la ópera debía entretener, lo demás son tonterías. Qué importaba esa ópera española que trasluciese los problemas, las inquietudes de los españoles.
Así, el compositor español de la época, viendo que no podía ganarse las habichuelas con la ópera nacional, no tenía más remedio que refugiarse en un género menor, la zarzuela. Y digo menor por sus limitadas pretensiones y necesidades técnicas que no por su baja calidad. La zarzuela se adaptaba muy bien a los gustos del público. Sus números de danza típicos, sus melodías populares y pegadizas, y sus temas o argumentos cercanos al pueblo hacían pasar a éste una tarde agradable y amena en el teatro.
Critóbal Oudrid fue uno de esos compositores que supieron grangearse el cariño del público gracias a la zarzuela. En treinta años escribió ochenta y ocho zarzuelas y se jactaba de no tener en su casa ningún tratado de composición o armonía. Fue un músico autodidacta. Aprendió directamente de compositores ilustres. Arreglaba obras de Haydn y Mozart para instrumentos de viento que luego interpretaba con sus amigos.
Hoy en día, Oudrid es conocido por su obra sinfónica El sitio de Zaragoza, fantasía sobre temas militares que figura todavía en el repertorio de las bandas de música y que casi todo el mundo conoce. Ciertamente, en comparación con las obras sinfónicas que se estaban componiendo en el resto de Europa por las mismas fechas, esta composición nos puede resultar de una simpleza notable, con unos recursos técnicos primitivos, cuasi infantiles, aderezados con jotas, toques de corneta y marchas, pero esto era lo que había, más bien lo que gustaba. Y es que en España se empezan a conocer las sinfonías de Beethoven, cumbres del sinfonismo de todos los tiempos, hacia la década de los sesenta, eso sí, con un gran éxito. Ni los músicos estaban acostumbrados a interpretar estas sinfonías de aproximadamente una hora de duración. Cuenta Carlos Gómez Amat en su Historia de la música española 5, siglo XIX, Alianza Música, la curiosa anecdota que padeció el maestro Barbieri ensayando la septima sinfonía de Beethoven. Un contrabajo andaluz, cansado de repetir una y otra vez un pasaje, le dijo: !Paco, esta sinfonía dura más que un par de botas¡ Imagino la situación y la desesperación del director intentando poner firmes a unos músicos poco acostumbrados a unas obras de una complejidad mayor a las que tocaban habitualmente.
Así, el compositor español de la época, viendo que no podía ganarse las habichuelas con la ópera nacional, no tenía más remedio que refugiarse en un género menor, la zarzuela. Y digo menor por sus limitadas pretensiones y necesidades técnicas que no por su baja calidad. La zarzuela se adaptaba muy bien a los gustos del público. Sus números de danza típicos, sus melodías populares y pegadizas, y sus temas o argumentos cercanos al pueblo hacían pasar a éste una tarde agradable y amena en el teatro.
Critóbal Oudrid fue uno de esos compositores que supieron grangearse el cariño del público gracias a la zarzuela. En treinta años escribió ochenta y ocho zarzuelas y se jactaba de no tener en su casa ningún tratado de composición o armonía. Fue un músico autodidacta. Aprendió directamente de compositores ilustres. Arreglaba obras de Haydn y Mozart para instrumentos de viento que luego interpretaba con sus amigos.
Hoy en día, Oudrid es conocido por su obra sinfónica El sitio de Zaragoza, fantasía sobre temas militares que figura todavía en el repertorio de las bandas de música y que casi todo el mundo conoce. Ciertamente, en comparación con las obras sinfónicas que se estaban componiendo en el resto de Europa por las mismas fechas, esta composición nos puede resultar de una simpleza notable, con unos recursos técnicos primitivos, cuasi infantiles, aderezados con jotas, toques de corneta y marchas, pero esto era lo que había, más bien lo que gustaba. Y es que en España se empezan a conocer las sinfonías de Beethoven, cumbres del sinfonismo de todos los tiempos, hacia la década de los sesenta, eso sí, con un gran éxito. Ni los músicos estaban acostumbrados a interpretar estas sinfonías de aproximadamente una hora de duración. Cuenta Carlos Gómez Amat en su Historia de la música española 5, siglo XIX, Alianza Música, la curiosa anecdota que padeció el maestro Barbieri ensayando la septima sinfonía de Beethoven. Un contrabajo andaluz, cansado de repetir una y otra vez un pasaje, le dijo: !Paco, esta sinfonía dura más que un par de botas¡ Imagino la situación y la desesperación del director intentando poner firmes a unos músicos poco acostumbrados a unas obras de una complejidad mayor a las que tocaban habitualmente.
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