¡UNA
DE DIALÉCTICA!
“Desde el punto de vista reaccionario, están libres de culpa, pero serán castigados. Desde el punto de vista revolucionario, son culpables, pero serán perdonados”.
Rafael
Ballesteros García (Facebook: 8/02/2016)
Ya
venimos insistiendo en el carácter dialéctico del hombre. Como
sujetos, estamos marcados por una contradicción elemental que, si
bien por un lado, es la fuente de todos nuestros males, por otro es
la que posibilita la propia humanidad. El hombre es un ser
problemático, y sin problemas dejaría de serlo. Pero no sólo eso,
esa contradicción fundamental viene reflejada por el despliegue de
dos dimensiones que venimos en llamar “la comunidad” y “la
ley”. Estas dimensiones están, como no, encarnadas en el propio
sujeto, el sujeto que se viste y se calza, es decir, que no se hayan
en ningún más allá -en ningún mundo de las ideas o lo que
llamamos el idealismo trascendental-, ni más acá -ni inscrito en
nuestros genes o lo que llamamos determinismo biológico-, sino que
son dimensiones que se desarrollan gracias a ese sujeto. Y es él el
que las sostiene, o sea, él se trasciende a través de unas ideas y
se determina genéticamente a través de la relación de sí mismo
con el medio ambiente. A esa capacidad del propio sujeto de sostener
en su cuerpo unas ideas y unas determinaciones biológicas le
llamamos “autonomía”.

Además,
también es conveniente apuntar que esas dimensiones no hacen
referencia a lugares, sino a tendencias, a movimientos del propio
sujeto. El sujeto, en el momento en que es instado, llamado, a
resolver una contradicción, se ve obligado a ejercer una acción, a
tomar partido, y dos son las tendencias desde el punto de vista
ontológico, del ser, la de la individualidad de la comunidad en
busca de la universalidad de la ley (masculinidad), y la de la
universalidad de la ley en busca de la individualidad de la comunidad
(feminidad). A la primera tendencia Hegel le llama “potencia
humana”, y a la segunda “potencia divina”.
(Aquí,
cuando Hegel habla de masculino y femenino, entiendo que lo hace
desde la perspectiva que hemos apuntado antes, es decir, la
determinación biológica no sostiene al sujeto, sino que es al
revés. En este sentido, podemos encontrar a un hombre con una
espiritualidad tanto femenina como masculina, sin que por ello
signifique que el hombre de tendencia femenina le guste las
relaciones sexuales con otro hombre. Por lo tanto, una cosa es cómo
gestiona el sujeto su sexualidad, o sea, el placer, o el dolor, y
otra muy distinta su tendencia espiritual. También, la tendencia
espiritual en un sujeto puede cambiar, de hecho es lo normal que
cambie, de tal manera que cada sujeto, sea del sexo que sea, juega
con ambas tendencias, tanto masculinas como femeninas. Esto, sin
duda, abre la puerta a otro tema también actual, el de la homofobia,
pero debemos continuar con los títeres).
El
movimiento de la virilidad es el que va de la realidad de la
comunidad a la irrealidad de la ley. El sujeto, que dentro de la
comunidad se siente individuo, tiene la necesidad de descender “al
peligro y la prueba de la muerte” de la ley. ¿Las razones? Porque
la propia tendencia hacia la individualidad, el movimiento femenino,
culmina con la individualidad absoluta, es decir, el poder tiránico
del individuo real, tipo Stalin o Hitler. Es por eso que la tendencia
de la comunidad sea la de hacer todo lo posible para que esas formas
independientes de gobierno no terminen por arraigar. Y ese es el
riesgo, el riesgo de la revolución que trata de escapar del poder de
la tendencia femenina, individualizadora.
Por
otro lado, el movimiento femenino es el que va de la irrealidad de la
ley a la realidad de la comunidad. Sin duda, si el movimiento de la
masculinidad se perpetúa, nos vemos abocados a la muerte. Esto ya lo
hemos visto en relación a la película de Buñuel “El
Ángel Exterminador”.
En este sentido, el movimiento femenino salva al propio hombre de su
tendencia hacia la muerte, hacia la irrealidad, y lo devuelve a la
realidad de la familia, al calor de la cuna.
Por
todo esto, es posible acercarse a cualquier acontecimiento, y si es
llamativo mejor, como el de los titiriteros, teniendo en cuenta esta
doble perspectiva que, como hemos visto, está indisolublemente
relacionada. Así, a bote pronto, las reacciones se pueden dividir en
dos tendencias, una reaccionaria, que trata de mantener el principio
individualizador de la comunidad, y otra revolucionaria, que trata de
superar esa realidad individual en favor del principio
universalizador de la ley. Desde el punto de vista reaccionario, la
actitud revolucionaria siempre es considerada como “idealista”
-porque se basa en ideas, en universales que están más allá de la
realidad. Y hay algo de cierto en ello, porque el revolucionario, en
esencia, y porque su única base es la de la comunidad, da un salto
al vacío, a un lugar donde no se sabe lo que habrá, o sea, a la
irrealidad. En este sentido, lo que se le escapa a la perspectiva
reaccionaria es, precisamente, que ese idealismo es el único camino
para poder transformar las cosas. El revolucionario parte con unas
herramientas comunitarias, y es con esas con las que actúa, y pronto
se da cuenta, en el momento que realiza una acción revolucionaria,
que esas herramientas no le valen, que se encuentra en el abismo.
Pero lo positivo de ese salto es que es necesario para poder entrar
en la otra dimensión. Esto es lo más fácil, el salto, pero lo
difícil viene después cuando el revolucionario, ya en la
irrealidad, tiene que enfrentarse a ella, dominarla.
Así,
podemos distinguir en la acción revolucionaria dos momentos, por un
lado, el momento de la culpa. En la medida de que el revolucionario
atenta contra el orden de la comunidad es culpable, y así debe ser,
y así lo ha puesto de manifiesto Manuela Carmena en relación a la
acción de los titiriteros. Pero el siguiente momento es el del
perdón. Aquí ya nos situaríamos fuera del ámbito de la realidad,
ya en la dimensión en la que el propio sujeto revolucionario se
tiene que ganar el perdón, es decir, que a partir de ahora todo su
trabajo será el de crear esas leyes que hagan transformar las cosas
en la comunidad de manera efectiva. Ahora el revolucionario debe
demostrar a todos que su actitud era verdaderamente la de mejorar la
vida de las personas en el seno de la comunidad.
Por
todo esto, podríamos decir que un pseudo-revolucionario es aquel que
se queda en la acción y no asume la culpa que acompaña a esa
acción. Pero no sólo con asumir la culpa basta. También se es
pseudo-revolucionario en la medida de que no se perdona, o no nos
sumergimos en la dimensión del perdón. Aquí el ejemplo
paradigmático fue Stalin. ¿Qué
hizo Stalin? Aunque hizo culpables a los revolucionarios (de ahí la
importancia de las confesiones), no los perdonó. Ese no perdonar
supone cortar de raíz el ímpetu revolucionario que, si bien en un
principio no tiene el respaldo de la comunidad, o sea, no tiene la
seguridad de que la acción que va a realizar sea la correcta, pero
si tiene la energía para cambiar las cosas. La tarea sería, y ahí
el perdón ocupa un lugar decisivo, la de hacer que esas fuerzas
tomen un sentido, es decir, que adquieran una forma efectiva, una
idea (irrealidad) realmente operativa que intervenga coherentemente
en la comunidad y la transforme. Por eso el espíritu revolucionario
se sumerge en el peligro de la ley, porque la ley, para llegar a
ella, cuesta muchos sacrificios. Aquí se hace patente las
limitaciones metodológicas de la izquierda liberal que reprocha al
propio consistorio, en un alarde de “buenismo”, el culpabilizar a
los titiriteros. Más bien es todo lo contrario, era el propio equipo
de gobierno que, presentándose como una propuesta de cambio, debía
hacer culpables a los propios titiriteros, culpables porque toda
acción revolucionaria se hace dentro de una comunidad y sus leyes, y
todo el que quiera cambiar algo en la comunidad deberá enfrentarse a
ésta, para bien o para mal. Y así lo dice Hegel: “y la culpa
adquiere la significación del delito, pues, como conciencia ética
simple se ha vuelto hacia una ley y renunciado a la otra,infringiendo
ésta con sus actos”1.
La
dimensión del perdón es la que se abre inmediatamente después de
asumir la culpa. Y tiene dos facetas, la del sujeto revolucionario
que se ve impelido a corregir su conducta para seguir ahondando en el
proceso revolucionario, y la de la del cuerpo social que perdona en
la medida de que ese proceso revolucionario va actualizando todas
esas exigencias de cambio social que dieron inicio a ese proceso. Sin
duda, esa actualización es lenta y costosa. Por eso el perdón no es
algo que se da, que se recibe, sino que se consigue. En este sentido,
el perdón que ofrece la propia alcaldesa a los titiriteros -se han
equivocado, pero no se merecen ese castigo- se situaría en lo que
viene en llamarse como “gracia divina”, es decir, el don o favor
que la autoridad concede al sujeto a perseverar para cumplir con los
mandamientos, es decir, el entregarse a la consecución de la nueva
ley que destrone la anterior, esa que se quiere cambiar.
La
tendencia reaccionaria, por tanto, trataría de bloquear semejantes
movimientos. ¿De qué manera? Desde el punto de vista de las leyes
reales de la comunidad, la acción revolucionaria es inocente en el
sentido de que está fuera del marco de lo posible. La acción
revolucionaria es una acción imposible porque se realiza fuera del
marco de acción de la ley. Y para que esa imposibilidad sea asumida
por la comunidad como algo posible, o sea, sea tratada como una
acción real, necesita abrirse a otra importante dimensión, la del
castigo. Sólo con el castigo real la acción revolucionaria es
encajada en el seno de la comunidad.
La
necesidad de hacer real una acción viene determinada precisamente
por la naturaleza irreal de la ley. Esa es la grandeza del movimiento
femenino, que la ley irreal se haga real en la carne de la propia
comunidad, por eso la mujer es dadora de vida, en el sentido
espiritual del término -¿quién no se ha llevado un “alpargatazo”?
Por
todo esto, podemos decir que el sujeto, desde el punto de vista
revolucionario, es culpable, pero merece el perdón, mientras que,
desde el punto de vista reaccionario, no es culpable, pero merece el
castigo. Pero lo importante de todo este movimiento es que la
relación culpa/castigo no es directa, de carácter causal, sino que
es dialéctica o, en cierto modo, retroactiva, es decir, sólo el
castigo abre la puerta a la dimensión de la culpa. Así, cuanto más
severo sea el castigo más será el sentimiento de culpa, entendida
como necesidad de cambiar las cosas, de cambiar la propia situación.
Culpa y castigo pertenecen, pues, a tendencias diferentes, es decir,
no van juntos, y esa disfunción es la gran tragedia del hombre, o el
sentimiento trágico de la vida, que diría Unamuno. Y lo mismo habrá
que hacer con la relación inocencia/perdón. No el inocente merece
ser perdonado, sino que sólo el perdón abre la puerta a la
dimensión de la inocencia.
Con
todo esto, sólo nos queda presentar de forma esquemática todos lo
desarrollado en estas líneas. Esta propuesta teórica nos servirá
como marco sobre el cual tratar de dar cuenta de los problemas reales
que nos atenazan:
1Hegel,
G. W. F. Fenomenología del espíritu, México: FCE, 2012, P.276.
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