Es difícil pronosticar lo que nos dejará en la memoria, en algún lugar recóndito de nuestro ser, cada libro que leemos. A priori es impredecible. Hace años leí la novela de una autora hindú de la que recordaba vagamente su nombre, y el título de la obra lo había olvidado. He tenido que buscar en mi ordenador la ficha que hice del libro en su momento. Recordaba vívidamente, sin embargo, una pequeña anécdota que se narraba dentro del marco general del argumento. Olvidé la historia, recordé el detalle, resumo la anécdota que viene al pelo con el tema de este artículo.
Tenía un señor dos hijos gemelos: Pete y Stuart. Pete era optimista y Stuart, pesimista. El día en que cumplieron trece años, su padre le regaló a Stuart, el pesimista, un espléndido reloj, una caja de carpintero llena de herramientas y una bicicleta. A Pete, el optimista, le llenó su cuarto de estiércol de caballo.
Cuando Stuart abrió sus regalos quedó insatisfecho y se pasó toda la mañana refunfuñando: no le hacía ilusión la caja de herramientas de carpintero, el reloj no le agradaba y las llantas de la bicicleta no eran las deseadas. Tras soportar a Stuart, el padre fue al cuarto de Pete, el optimista, a buscarlo y ver cuál había sido su reacción; abrió la puerta del cuarto lleno de estiércol y no logró verlo, pero sí oía excavar frenéticamente y jadear por el esfuerzo. Las boñigas de caballo volaban por los aires.
¡Por Dios bendito! ¿Qué estás haciendo? -gritó el padre.
De entre el estiércol surgió la voz de Pete que contestó:
— Es que, si hay tanta mierda, en algún sitio tiene que haber un pony.
Sin duda Pete tenía razón. Entre toda la mierda que a diario nos inunda, para los optimistas, siempre hay un pony.
¿Se nace pesimista o se aprende? ¿El optimismo lo podemos educar? La modernidad nos ha enseñado la disyunción como punto de arranque: o blanco o negro. A la modernidad le interesa la distinción cartesiana, plena; si además se es español, la raza, me temo, refuerza la distorsión de partida: “¿Vino o cerveza?”, “¿Barça o Madrid?”, “¿Derecha o izquierda?”, “¿Trabajas o estudias?”... El temperamento, lo heredado de nuestros padres, influye, pero me insisten en que el optimismo y el pesimismo se aprenden en la infancia y, por tanto, se pueden enseñar o reeducar. Quienes han investigado a fondo el asunto afirman que son las madres quienes más influyen en nuestra visión futura de la realidad. Todos, me temo, somos pesimistas y optimistas, dependiendo según, cómo, con quién y cuándo. Y veces habrá que, ante tanta mierda, en nuestra circunstancia, el mal olor nos haga desistir de buscar el pony que está oculto en la esquina de la vida. Lo deseable será el justo medio, sin duda, el equilibrio, la homeostasis... ¡o no!
Empecemos por lo peor... El pesimista es quien se resigna a lo que la vida le depara y le falta la grandeza del estoico, pues carece para él de una finalidad. En realidad el pesimista es un usurero de la desgracia y la desventura: las acumula, las cuenta, las rememora, las vuelve a contar, las revive y en su desdicha, babea. Se siente perseguido por una mano oculta, por un perverso encantador, que lo hostiga. Su pauta de conducta es el aburrimiento: ¿para qué moverse si todo saldrá mal? El pesimista con frecuencia cae en esa pauta llamada indefensión aprendida. No le mueve la dificultad que comporta la creación e invención de proyectos. Vive siempre en retirada. Abúlico, no acierta sino a darse una y otra vez ante sus males las mismas explicaciones: “Todo saldrá mal”, “Nada está en mis manos, haga lo que haga...”, “Esto no hay quien lo cambie”, “Estaría escrito...”, “Estoy en manos de los demás... ¿Qué puedo hacer yo?”. Éstas son sus pautas explicativas, esto es lo que de continuo se repite por dentro, estas son sus coordenadas para interpretar la realidad. De todo ello se deduce que el pesimista, normalmente, es también un perezoso: se quiere mal, quiere mal a los demás, por ello, contra la pereza, la diligencia, pues sólo el amor nos salva de la muerte.
Por el contrario, el optimista no es un pesimista mal informado, no: el optimista es la persona que es capaz de ver su vida siempre con gracia. Frente a la pasividad del pesimista, que es el grado cero de la vida –“Lo que hay es lo que hay” y “No hay más cera que la que arde”-, el optimista, con lo que hay, con lo que tiene, con lo que le regala su circunstancia... ¡crea!, porque lo contrario de la pasividad es la creación y es ésta la que resuelve las paradojas de la repetición y la novedad que la vida depara. La creación conduce hacia gracia, que es lo contrario de la rigidez y del abandono. Es soltura, agilidad, valentía. Es lo imprevisible, lo regalado, lo dado gratis, lo no exigible, lo que rompe la lógica de la naturaleza. Nada hay más repetitivo, más natural, más previsible que la violencia, la zafiedad, la traición, la crueldad, el desamor, el tedio, la dejadez, la mala educación. La desidia es abandonarse a los desideria, es decir, a las ganas: eso que tanto repiten algunos: “Tengo ganas” “No tengo ganas”, “Me apetece”, “No me apetece...”: ¡desidia!, ¡dejadez!, ¡pereza! La creación, sin embargo, es más altanera y vigorosa, y desprecia las mil pequeñas gulas, las dificultades que arredran al cobarde, al pesimista, al perezoso.
Llegados a este punto, en un artículo como éste y su lugar de publicación, lo que debiera de abordar, si no me pierdo más, es qué tiene que ver la educación y la formación en general con nuestra capacidad de optimismo.
Salvo para el pesimista, ¡y hay muchos!, el optimismo es positivo, una actitud mucho mejor que su contraria. Pocos son quienes desean compartir viaje con esas personas luto, siempre desilusionadas, mustias, tristes, melancólicas, deprimidas... que andan a uno advirtiéndole de continuo de lo mal que está el mundo, de sus desgracias, de lo negativo que es cuanto acontece, de cuánto mal campea a sus anchas aquí y allí. “Elija usted camino –podríamos decirle-, que yo me voy por otro”; menudo luto de compañía.
Un principio clásico que roza la evidencia afirma que nadie da lo que no tiene, es decir, que difícilmente generará optimismo, creación, gracia... quien carece de ellas. El profesor, el maestro –como nos hartamos de repetir en el pueblo-, el alumno... en un centro educativo no son sólo transmisores de conocimientos y receptores de los mismos, sino que el centro se convierte en lugar de formación, de mejora, de crecimiento, de búsqueda de la excelencia personal. El avaro que tasa su entrega a sus quehaceres, su tiempo, su esfuerzo y lo remite a la mera obligación de la funcionalidad propia del miserabilismo funcionarial enteco, se equivoca. Está cerrándose la puerta de la felicidad y nos la cierra a los demás. Padres con responsabilidad en el educación, profesores o alumnos que se arredran ante las dificultades, que se limitan a lo mínimo, carecen de la grandeza del magnánimo que busca lo que le excede, se lanza optimista a la creación de un entorno mejor, no le importa jugársela..., quiere la excelencia y no se conforma, como el pusilánime con cualquier bagatela. Si yo no busco la excelencia no puedo darla, si no busco mi mejora personal no puedo enseñarla...
La pasividad permite que el desierto avance. Pero entre el estiércol -no olvidemos a Pete, el optimista- siempre hay un precioso pony blanco. Entre la espesa fauna gris aparece de repente un elefante blanco. En el páramo brota una flor preciosa y magnífica. Alguien, y siempre los hay, ha realizado una acción generosa, ha pronunciado una metáfora vital, ha engalanado el mundo con su pequeño gesto de ternura, de mejora. Alguien no ha cedido ante el pesimismo ni los pesimistas, alguien se rebela contra la desidia. Alguien se ha mantenido alerta y animoso. Alguien se ha sobrepuesto a la ley de la gravedad. Alguien ha inventado en la realidad una posibilidad hermosa. Todo lo demás era previsible: la violencia, el egoísmo, la crueldad, el desdén, el sálvese quien pueda, todos los ariscos frutos de la selva... Alguien rompe la lógica infernal de la decadencia el pony blanco.
Mantenerse alerta y despertar a los demás de su modorra. Generar esferas de creación y optimismo: rebelarse ante el aburrimiento y decidir no aburguesarse. No acostumbrarnos a lo bello, a lo que se nos da graciosamente, a la generosidad, a la grandeza, al amor. No acostumbrarnos tampoco a su reverso, la brutalidad, la violencia, la zafiedad, para no permitirlos. El coro de listillos perezosos y engreídos intentará convencernos de que valorar lo grande y aplaudir lo hermoso es un esfuerzo inútil. Lo susurrarán con desdén mientras esperan turno para trepar por una cucaña aceitada y cutre.
Dicen que el hombre es el perfeccionador perfeccionable... Empieza el verano. Tiempo de descanso, de lecturas, de diversiones... de reflexión. Este artículo es un regalo para todo ello, escrito... con gracia.
Antonio José Alcalá.
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