Entiendo por orgullo al resultado o respuesta a cierta excitación, ya sea externa o interna, mecánica o espiritual, aplicada mediante diferentes medios al ser humano en tanto ser fisiológicamente conformado. Junto con el amor, el miedo, la risa, etc... el orgullo es parte de nuestro ethos, entendido éste como nuestra guarida, nuestra morada, como el lugar donde habita el hombre, sentido que, con Aristóteles, adquirió un tono más racional y que nos refiere al hábito o la conducta que el hombre va conformando a lo largo de su vida.
Y sobre esto, y sin ánimo de pasar de puntillas sobre la rabiosa actualidad, sí, sobre el orgullo patrio me dispongo polemizar. Valga el primer párrafo como punto de partida, mas no de llegada.
Pero cuando hablamos de un sujeto embotado, relleno, por la acumulación de ideales, de esa pertinaz e incomprensible manía de completar, como sea, el yo, la defensa que realiza el orgullo se convierte en in-operativa. Más aún, en contraproducente. El sujeto lleva a cabo crecimiento insano, desproporcionado, irrefrenable, que rompe cualquier límite, y termina explotando en mil pedazos.
Y si me permitís el salto, a la sociedad le sucede lo mismo. Me temo que vivimos, hoy en día, en una sociedad embotada por los ideales que, en el mundo del deporte, por ejemplo, vienen representados por personas de carne y hueso. Amigos, ¡no!, todo el deporte español no ha sido maltratado por los franceses. Justamente todo lo contrario, ha sido la idea de deporte español fruto de la propaganda estatal -tanto unos como otros son culpables- la que ha sido vilipendiada. ¿Y que me importan las ideas, la propaganda? Pero, me pregunto, ¿es que me refiero a un deporte español embotado, imflamado, sobredimensionado?
Mientras me pregunto si hemos perdido hasta la gracia en este proceso idealizador, miro atrás y canturreo con Lola "la piconera":
Comentarios
La tuya es, una profunda reflexión sobre una lacra de rabiosa actualidad.
Vivimos una realidad esperpéntica.
Una realidad en la que alguien, que lleva 15 años luchando contra el terrorismo y la corrupción, con escolta, no lo mata una bala del calibre 9mm, sino sus propios colegas.
Una realidad en la que la corrupción, en toda su variopinta gama de colores, que incluye la alta competición deportiva, supera con creces la ficción.
Es una realidad tan esperpéntica que, si el propio Valle Inclán la viviese, le costaría decodificarla.
Cada día me cuesta un poquito más el formar parte, como sparring del furgón de cola, a la vez que contribuyente, de este circo llamado deporte de competición.
La máxima de la mal llamada competición es la igualdad entre los contrincantes en la salida y eso, hoy en día, es una utopía.
Me dejan perplejo, cuando no estremecido, ciertas expresiones en boga: "ha ganado la justicia", "hay que dar confianza a los mercados". Se empeñan en hacernos asumir/acatar/idolatrar ciertos valores/ideales absolutos, los del progreso, los de la modernidad avanzada que nunca parecen llegar a lo que prometen. No son más que promesas incumplidas. Incumplidas necesariamente porque, por ejemplo, la justicia no es un ideal (ganar o perder un juicio), es un hacer. Bajo el ideal se esconde, una vez más, las élites que se reparten la mejor tajada. Bajo el hacer justicia "no" nos escondemos -sí, damos la cara- la inmensa mayoría, en la familia, el trabajo, en el deporte, en la carretera, etc...