Lo mismo que en política, la evolución de la estética en los últimos dos siglos es la historia del vaciamiento progresivo del arte, de su desvinculación con el horizonte de sentido en el que se sitúa el hombre y con el que trata de superarse, vencer, hacer suya la vida. Este horizonte, el ámbito sustantivo de la estética, es el espacio donde se produce la interacción entre los hombres y el mundo. El producto de esa interacción genera un continuo abastecimiento de medios homogéneos cuyo cometido es el de dar cuenta de las necesidades específicas de los hombres: afecto, subsistencia, identidad, participación, protección, creación, etc. El proceso de reducción o limitación de esas necesidades específicas es lo que podemos llamar como formalización estética.
A bote pronto, los efectos de esta formalización se pueden mostrar en lo extraño que nos puede resultar el vincular la obra de arte a necesidades tan humanas como la afectividad, la protección, etc. Este, pienso, es el centro de atracción de la discusión sobre el arte popular que mantengo con mi amigo Antonio José. Ciertamente, parece mucho más lógico pensar lo estético desde el punto de vista creativo e identitario que desde el afectivo y protector. Sí, pero esa dimensión es indispensable. Con el arte, como con cualquier esfera de la vida, me protego contra lo mudable, contra la intemperie de la vida cotidiana.
La renuncia a tener en cuenta los aspectos afectivos y protectores de la vida humana, lo que incluye no sólo al sujeto sino a su mundo , ese en el que le ha tocado vivir -entraría aquí la ecología-, ha traído consigo la cosificación de la obra de arte. En ese proceso cosificador, la obra de arte hipertrofia determinadas necesidades: sobre todo la de subsistencia -ámbito económico- e identidad. Esa es la condición para que la obra de arte adquiera un valor objetivo en el mercado, que adquiera un precio y que ese precio esté vinculado a una marca. En este sentido hablamos de una estética formal, parcialmente vaciada de su contenido humano. Pero esta estética aún mantiene cierta vinculación con el mundo de la vida porque cree administrar, de la manera más justa posible, los recursos artísticos.
A bote pronto, los efectos de esta formalización se pueden mostrar en lo extraño que nos puede resultar el vincular la obra de arte a necesidades tan humanas como la afectividad, la protección, etc. Este, pienso, es el centro de atracción de la discusión sobre el arte popular que mantengo con mi amigo Antonio José. Ciertamente, parece mucho más lógico pensar lo estético desde el punto de vista creativo e identitario que desde el afectivo y protector. Sí, pero esa dimensión es indispensable. Con el arte, como con cualquier esfera de la vida, me protego contra lo mudable, contra la intemperie de la vida cotidiana.


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