De
Adorno a Lukàcs, y vuelta, pasando por Shostakovich
Si
algo me ha sorprendido en estos años de lectura de la obra estética
de marxistas como Lukàcs y Adorno es la poca relevancia que tenía
la música de Shostakovich. En Lukàcs la cosa es perdonable. En su
voluminosa e inacabada Estética deja bien claro que lo suyo no es la
música. Pero en Adorno, para los que amamos la música de
Shostakovich, puede resultarnos extraño. Bien es cierto que sobre
gustos no hay nada escrito, pero más allá de esto, y sabiendo que
Adorno cuando hablaba de música, que ha sido mucho y con fundamento,
lo hacía desde el punto de vista del teórico-crítico y no como un
vulgar aficionado a deleitarse con los sonidos y sus armonías,
vamos, lo que en términos decimonónicos se llamaría diletante,
sería conveniente pensar, siempre aplicando nuestro método, el
porqué de dicha ausencia y, si somos capaces, de considerar la
posibilidad de que el mismo Shostakovich nos pueda aportar alguna
solución a las antinomias, que diría Kant, a las que se
enfrentaron, y de alguna manera sucumbieron, estos colosos del
pensamiento.
Así,
a bote pronto y un poco bruscamente, me da la impresión de que, y en
un intento de superar cualquier idealismo subjetivo, tanto Adorno
como Lukács entienden que en algún momento tienen que situarse
dentro de la propia dialéctica. Quiero decir que, conscientes de que
no hay un punto de vista neutral (trascendental) donde el sujeto
pueda dar cuenta de la realidad, sino que todo sujeto está anclado
en una tendencia o en un paisaje concreto, estos autores se sumergen
directamente en el propio movimiento de la dialéctica, porque la
dialéctica es un método que da cuenta del cambio, en cierto modo,
habla del eterno retorno.
En
otros términos, a nuestros pensadores de cabecera les ocurre, y en
esto seguimos a Unamuno, lo que al intelectual: “el intelectual, en
la busca continuamente de eso que se llama enchufes, es como la
alondra: se va tras de lo que brilla”1.
El título de este artículo publicado en el año 1923 es
sintomático: “Cuesta abajo”. Según Unamuno, a los
intelectuales, “las causas se le vienen encima y amenazan
aplastarles, los unos sientes miedo de la revolución; los otros de
la dictadura. Han ido demasiado lejos y el carro les arrastra. Hablan
de disciplina, pero sienten que por bien que se coloquen el yugo, el
carro les seguirá arrastrando cuesta abajo, que no depende del yugo
el dominar el carro”2.
Llegados
a este punto, cabe preguntarse si es posible mantener, en relación
con la dialéctica, cierta distancia, es decir, no verse sometido al
movimiento incesable de ella, sin recaer en el idealismo
trascendental. Efectivamente, ese es el caballo de batalla de todo
marxista. Nosotros pensamos que sí. Y para eso vamos a utilizar la
noción de paralaje desarrollada por S. Zizek. Paralaje, en su
definición común, “es el desplazamiento aparente de un objeto (el
cambio de posición contra un fondo), causado por un cambio en la
posición del observador, que proporciona un nuevo ángulo de
visión”3.
Aquí lo importante es entender que ese desplazamiento del objeto da
como resultado las dimensiones modales de la repertorialidad y la
disposicionalidad, y que ese desplazamiento lo realiza el sujeto, es
decir, que esas dimensiones son fruto de un elemento mediador que, en
nuestro caso, y siguiendo a nuestro Unamuno, es el sujeto de carne y
hueso, no más que el sujeto que cambia de perspectiva. El sujeto,
pues, no sería más que esa brecha entre las dos dimensiones, brecha
que las une y da como resultado lo que venimos denominando como
paisaje.
Así
pues, desde nuestro enfoque, el problema al que se vieron abocados
Adorno y Lukàcs fue precisamente el que acarrea abandonar en algún
momento la perspectiva del sujeto de carne y hueso, ese precisamente
que sostiene, consciente o inconscientemente, el método dialéctico
en su vida diaria. Ciertamente, y es sólo desde ese punto de vista,
donde se puede percibir la tendencia (paisaje) con cierta distancia
sin ser llevado por la corriente torrencial de la dialéctica. En
este sentido, un ejemplo claro de la necesidad de mediación lo
encontramos, precisamente, en el propio Lukàcs y su dialéctica
hombre entero y hombre enteramente. Por eso, lo que resulta
paradójico en Lukàcs, y en Adorno, es que esa tercera dimensión,
la propia brecha, fuese abandonada en el último momento. Ese
abandono del sujeto de carne y hueso vendría representado por dos
imposibilidades: la de Adorno, la consabida “escribir poesía
después de Auschwitz es un acto de barbarie”, la que da por
finiquitado un paisaje y que presupone la necesidad de un acto
terriblemente disposicional para lograr escapar de las ruinas del
paisaje anterior, y la de Lukàcs, la que abre las puertas de un
nuevo paisaje, de ahí la necesidad de instaurar un nuevo mito, el
del proletariado capaz de imponer un nuevo orden social sobre una
sólida base repertorial.
Nos
situamos, por tanto, de pleno en lo que Claramonte viene en llamar en
su Desacoplados
como “duelo de paisajes”, y tanto Lukàcs como Adorno vendrían a
representar sendos desacoplados relativos -y digo relativos en la
medida de que ya han tomado partido por uno de esos modos relativos,
lo repertorial o lo disposicional- el primero como desacoplado
disposicional (es demasiado romántico) y el segundo como desacoplado
repertorial (es demasiado vanguardista), es decir, sujetos que,
tomando partido por una u otra tendencia, son parte de ese duelo de
paisajes. Su filosofía por tanto, más allá de sus deslices, nos
referimos al clasicismo acérrimo de Lukàcs y al varguardismo forofo
de Adorno, son muestras -reflejo- de la verdadera lucha que se estaba
librando en otros planos, más concretamente, y si nos resistimos a
salir del marxismo, en el plano económico. En cualquier caso, sería
interesante mediar estos dos reflejos, el de Lukàcs y el de Adorno,
a partir de la figura de un sujeto de carne y hueso como
Shostakovich. Nos vemos tentados a utilizarlo por las razones que
preludiaban este escrito.
1Unamuno,
Miguel (de), En torno a las artes, Madrid: Espasa-Calpe,
1976, p. 142.
2Ibid.
p. 144-5.
3Zizek,
S. Viviendo el final de los tiempos, Madrid: AKAL, 2012. p.
255.
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