Últimamente, en cualquier tipo discusión, afloran argumentos donde la palabra libertad se enarbola con curiosa maestría. ¡Ah, libertad, vieja amiga! ¿qué has hecho tú para estar en boca de todos?
- Uno de los argumentos más interesantes es este: mi libertad termina donde empieza la de los otros. Me suena -no dejo de ser músico- a una sencilla versión del imperativo moral kantiano: no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Es interesante por lo grandioso. Es, hablando en términos musicales, como una gran cadencia final interpretada por toda la orquesta sinfónica. Poco más tarde, a nuestro pesar, los músicos enfundan sus instrumentos y vuelven a sus rutinas. Pero, ¿dónde queda ese gran sonido?
- A veces nos dejamos llevar por la belleza de las palabras, la luminosidad de los colores, etc. ¿De dónde entonces la música? En ese ensimismamiento no hacemos más que encumbrar, glorificar, esos sonidos. El problema llega después. Primero se encumbra, luego se idealiza. (Estimado lector, si es de su gusto, puede cambiar la palabra música por libertad. De estética pasamos a ética)
- Entiendo por libertad a la capacidad de todo ser humano para resolver una situación -Ortega diría circunstancia- ya sea heredada, casual, inventada, etc.
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