Hoy domina en el cine una especie de realismo aséptico donde la subjetividad, lejos de ser anulada, es analizada, diseccionada, depurada para después ser reconstruida. En esa reconstrucción, la subjetividad pierde su propia esencia, su propio aliento vital. Es una reconstrucción idealizadora en la que desaparece lo diferente, lo Otro, lo que enturbia, para ofrecer lo Uno, lo igual. Los personajes, entonces, presentan comportamientos casi objetivos, representan formas ideales de comportarse, modelos, tipologías. Es por ello que la subjetividad reconstituida necesita ese toque de humanidad que haga verosímil la historia que se quiere contar, que haga reales a los personajes dentro de los límites de lo permitido.
Ante esto, el realismo cree superar la potencial frialdad del ethos ideal enfrentando al personaje a una inmensidad de acontecimientos externos, unos imaginables y otros imposibles, unos históricos y otros fantásticos. En ese ajetreo, entre esa cantidad de situaciones a las que se exponen, los personajes suelen pasar por sujetos reales, sujetos con vida propia, humanos de carne y hueso con capacidad para hacerse cargo de su destino.
Nada más lejos de la realidad. Nos encontramos ante una especie de inversión: el sujeto no da vida a la situación, sino que la situación es la que da la vida al sujeto. Es así que la actividad frenética de sujeto parece esconder la pasividad más nihilizante. ¿Es posible, pues, el realismo en arte?
Nada más lejos de la realidad. Nos encontramos ante una especie de inversión: el sujeto no da vida a la situación, sino que la situación es la que da la vida al sujeto. Es así que la actividad frenética de sujeto parece esconder la pasividad más nihilizante. ¿Es posible, pues, el realismo en arte?
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