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Seguimos con la obra de arte

No existen hechos, sino interpretaciones- nos decía Nietzsche. A primera vista esta frase nos puede llevar a caer en el relativismo más absoluto. Conviene, pues, como también él nos aconsejaba, rumiar la frase a fin de digerir, hacer nuestro su sentido que no es más que un reconocer el estatuto ontológico de la obra de arte.

Básicamente, se han tratado de imponer dos formas de considerar la obra de arte. La primera de ellas acentúa el carácter de cosa. Así vista, la obra de arte es un mero contenedor de información que el espectador debe ser capaz de sacar a la luz. La obra de arte, como cosa, se supone guarda unos datos definidos, aunque se pueden manifestar en varios niveles o capas. Las capas más superficiales son las más fáciles de reconocer, son las que tienen acceso la gran mayoría de las personas, la moneda corriente entre el vulgo. Las capas más profundas necesitan más dedicación, aparece la figura del experto, esa persona dedicada al estudio preciso de las obras de arte. En este sentido, pues, es posible que personas tan variopintas y de gustos totalmente opuestos tengan una misma forma de concebir la obra de arte.

Por otro lado, la obra de arte puede ser considerada desde el punto de vista del que la disfruta. Aquí no nos interesan los contenidos de la obra sino el efecto que ella produce en el espectador, sensaciones, sentimientos, una forma de entender el arte que obvia el carácter de cosa, su cosidad.

Estas formas de entender el arte resultan poco satisfactorias a la hora de realizar su interpretación. Pero, si de algún modo pueden ser operativas, son actuando como límites, como zonas prohibidas, lugares sagrados que el espectador nunca deberá sobrepasar, ni siquiera instalarse, con el fin de que la interpretación no se convierta en una vulgar copia o en una desenfrenada fantasía. La dificultad de la interpretación, pues, es mantenerse en esos límites. En este sentido, el hombre moderno, con su escesivo individulismo y afán desacralizador, ha sobrepasado esos límites y los ha colonizado. Ha impuesto una manera de acercarse a la obra de arte que bascula, en un contínuo vaivén, entre esos dos polos. La obra de arte se convierte en una experiencia bipolar, descentrada, que bajo el espejismo del último sentido, esconde el sinsentido.

El papel de los límites adquiere, por tanto, una importancia vital en el proceso interpretartivo. Pero sería un error pensar que esas límitaciones son algo externo a la obra de arte. No se le imponen desde fuera, es la propia obra las que las contiene, y actúan, en su seno, como grietas que ponen en apuros el sentido mismo de la obra de arte. Es por ello que la obra mantiene ese carácter vivo. Esa vitalidad no es más que el transcender o superar la pérdida de sentido y que se manifiesta en la capacidad para sobrevivir a lo largo del tiempo, aunque, ciertamente, no infinitamente. Esas transformaciones, como en el hombre, no consisten en un mero añadido a su ser, sino en un digerir, en un hacer nuestro el alimento, las circunstancias que nos rodean. Así, la obra de arte mantiene su historia, una temporalidad que sale a la luz a partir de la asunción del universo sagrado, el de los límites, esas fisuras que rompen con el sentido y, por ello, abren la puerta a nuevos mundos, a posibles reactualizaciones del ser.

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