1.
A MODO DE PRELUDIO… A Stalin no le gustó
Lady Macbeth de Mtsensk
Corrían los
primeros años de la década de los treinta. Shostakovich, a la misma vez que
asumía “los deberes del compositor soviético”, renunció a participar durante
cinco años en las comisiones de la RAPM (Asociación rusa de los compositores
proletarios) donde se debatían los temas que surgían en torno a los caminos que
debía seguir ese arte a la hora de una correcta consecución de los fines de la
revolución socialista[1]. Lo que
parecía mantener oculto era el hecho de que ya se había puesto manos a la obra
en la composición de una nueva Ópera, Lady Macbeth de Mtsensk, un
proyecto que estaba desarrollando al margen de las directrices de cualquier
comisión u órgano de planificación. Su interés era trabajar en un proyecto sin
verse comprometido por ningún organismo, trabajar con libertad. En los últimos
años se había visto obligado a hacer trabajos de dudosa calidad, encargos que,
si bien le garantizaban cierta holgura económica, no servían para desarrollarse
como un compositor de talento. En cierto modo, fiel a los dictados de la
revolución, Shostakovich parecía comprender que ese asunto, el de que la música
sirviese a los ideales de la revolución, no era un tema tan fácil de llevar a
cabo. Pero nuestro compositor parecía que tenía claro lo que buscaba. Mucho se
hablaba en el seno de la RAPM de lo que se quería conseguir y poco del cómo
conseguirlo. Reveladoras son sus palabras:
One shouldn’t write an opera “in general” about the Five-Year Plan, “in
general” about socialist construction, one should write about living people,
about the builders of the Five-Year Plan. Our librettists have not yet come to
grips with this circumstance. Their heroes are anemic, impotent. They (the
heroes) inspire neither sympathy nor hate; they are mechanical. That is why I
turned to the classics (Gogol, Leskov). Their heroes make it possible to laugh
uproariously and to cry bitter tears[2].
Pero con la llegada de Stalin al poder comienzan los
cambios, cambios que afectarán de una manera clara la trayectoria de nuestro
compositor, y por extensión, la de todo artista soviético. El 23 de abril de
1932 Stalin disolvió por la vía administrativa todas las asociaciones
culturales proletarias de escritores, pintores, arquitectos y músicos. Por un
lado, Shostakovich se libraba de la RAPM, organismo que acabaría copando en el
poder a compositores de dudosa calidad artística, por lo cual vio con buenos
ojos ese golpe de efecto librado por Stalin. Por otro, el éxito de su ópera Lady
Macbeth de Mtsensk estaba siendo
abrumador. Llevaba dos años manteniéndose en el cartel y las críticas tanto
dentro como fuera de la URSS eran excelentes. Pero todo esto fue una ilusión
pasajera. Fue el 26 de Enero de 1936 cuando Stalin y su comitiva asistieron al
teatro donde se representaba Lady Macbeth. Ni siquiera esperaron el
desenlace del drama. Dos días después salió el famoso artículo del Pravda
titulado Caos en vez de música[3].
Shostakovich estaba en el punto de mira del régimen. A partir de ahora tendría
que tener cuidado, el compositor estaba inmerso en un juego que podía acabar
mal.
Dos años antes, el mismo año que vio la luz la
citada ópera. Se desarrolló el Primer Congreso Pan-ruso de Escritores
Soviéticos donde se afirmó el principio del realismo socialista. A partir de
ese momento toda obra artística iba a ser mirada con lupa a través de ese
principio definido de una manera muy general por Zhdánov en ese mismo congreso.
El realismo socialista pasaba a ser
el método mediante el cual la propia obra de arte, como representación veraz y
concreta de la realidad, debe servir como vehículo para la transformación de la
sociedad y la educación de los trabajadores en el espíritu del socialismo[4].
Que qué podemos entender por realismo socialista, es una pregunta difícil de
responder. Desde el punto de vista estético, esta pregunta es aún más
conflictiva. El hecho de que toda obra de arte socialista deba de estar sobre
determinada por un criterio de eficacia
política deja muy poco lugar a la reflexión estética propiamente dicha. Porque,
si
hablamos de la responsabilidad del artista en relación a su obra. ¿Existe un
compromiso tácito entre el artista y la sociedad en el sentido que toda
creación deba servir para mejorar a los miembros de esa sociedad o grupo
humano? Nietzsche parece claro al respecto: la
lucha contra la finalidad en el arte es siempre una lucha contra la tendencia
moralizante en el arte, contra su subordinación a la moral[5]. Lo que Nietzsche
trata de hacernos ver es que cualquier intento de hacer mejorar al hombre
mediante el arte, hacerlo más bueno, más amable, más humano, es un sinsentido
que oculta el adoctrinamiento más soez y vulgar. Pero entonces, ¿debemos
resignarnos a que el arte sea un mero juego inventivo, una manera ociosa de
pasar el tiempo con cosas que no producen la más mínima efectividad en el
cuerpo social más allá del puro entretenimiento personal y subjetivo? Sin duda, el que no mejore al hombre no puede
significar nunca que el arte no tenga ninguna otra finalidad. Así pues, l'art pour l'art lo que nos trata de
transmitir es que ¡es preferible
ninguna finalidad a una finalidad moral![6] Pero, ¿cuál es la
finalidad del arte? Servir como estímulo para la vida, nos dice Nietzsche, como
la manera de enfrentarnos a lo terrible y problemático de la vida, es un
modo de decidir, de escoger, de tomar una decisión ante lo que nos atenaza.
Lukács
parece situarse en la misma línea que Nietzsche. Para él:
La misión del social del arte es inmediata y primariamente una
misión de contenido: la exposición de los problemas y conflictos que provocan
las nuevas relaciones entre los hombres, la nueva relación de la sociedad con
la naturaleza, etc. Incluso cuando ese cambio toma en las cabezas de los
hombres una forma consciente intelectual –lo cual en la mayoría de los casos, y
especialmente al principio de una transformación importante que afecte
profundamente a la existencia humana, no suele producirse- no basta esa
formulación intelectual de los problemas para expresar todo lo que pone
inseguros a los hombres en una situación así, les inquieta profundamente, les
llena de esperanza, etc.[7]
Podemos
pensar que esa misión social del arte, ese decidir, ese escoger, equivale a un
movimiento de atracción, de desplazamiento que sugiere un carácter vivo en la propia obra de arte que, por una parte, escapa de
las redes del autor, se independiza, y por otro, cae en las mallas de la
sociedad, que la acomoda, le da cobijo. El autor, muy a su pesar, no determina,
por lo menos necesariamente, el futuro de su obra. No me refiero a éxito, sino
al lugar que ocupará en la sociedad. Aun así, el creador, incluido el anónimo,
siente ese recelo ante lo que le puede suceder a su creación, el mismo del
padre por sus hijos, y ello fija, ciertamente, el cómo y el para qué de su
obra, su fisonomía, su genética. T. W. Adorno ya criticaba la idea de
compromiso de B. Brecht: El arte es una figura de la praxis y no tiene que pedir perdón por no
actuar directamente: no podría aunque quisiera; el efecto político de las obras
comprometidas es muy incierto[8]. Como vemos, Adorno sitúa ya la propia imposibilidad del compromiso en el
arte no en el creador, sino en la propia obra.
Esta será una de las hipótesis
regulativas de este modesto trabajo: no hay obras de arte comprometidas. Bien
es cierto que el punto de vista político del autor mantiene cierta funcionalidad,
la de impulsar a éste a crear teniendo en cuenta el para quién y el para qué.
En este sentido hablamos de obras comprometidas, pero en el momento de hacerse
patente la obra, de salir a la luz, ese compromiso pasa a un segundo plano, la
obra habla por sí sola, adquiere cierta independencia ontológica con respecto a
su creador. Es así que el efecto político de las obras comprometidas se moverá,
necesariamente, en el ámbito de lo desconocido, de lo ignorado, de lo
imprevisible.
Así pues, nuestro objetivo en
este trabajo no es determinar el grado de compromiso de Shostakovich con el
ideario de la revolución socialista, y menos aún, indagar sobre el tema del
compromiso en diferentes autores con la escusa de la sugerente trayectoria
vital y artística proporcionada por nuestro compositor. Todo lo contrario,
vamos a tratar, mediante el análisis de ciertas categorías estéticas y musicales,
y por supuesto sus relaciones, el cómo su obra pudo y puede ser objeto de
múltiples apropiaciones, de cómo determinadas circunstancias impiden o
neutralizan ciertas lecturas en favor de otras. Para ello partiremos de la idea
de Lukács de que la obra de arte se desvela como un reflejo antropomorfizador
de la realidad, como una totalidad intensiva, es decir, que en la propia obra
de arte se refleja el mundo, sus relaciones, sus leyes. Más aún, en la obra de
arte se refleja el mundo interior del artista y el mundo exterior, y que la
capacidad de verlo depende de nuestra predisposición a ella, de la manera en
que nos relacionemos con ella, que consigamos conectar su mundo con el nuestro.
En este sentido, la obra de arte deja de ser unidimensional, porque está
abierta a posibles relaciones, que a su vez vuelven a abrir otras
posibilidades. No hablamos de posibilidades infinitas, estamos hablando de que se
creen condiciones para se den ciertas posibilidades, y que estas posibilidades
actualizadas, a su vez, cambien las condiciones para que se creen otras
posibilidades. Éstas, y esto es otro cantar, serán o no serán efectivas.
[1] Cfr. Fay, Laurel E., Shostakovich:
a live, Oxford University Press, 2000, New York. Sin duda, el trabajo de referencia en
Castellano es el de Krzystof Meyer,
Shostakovich. Su vida, su obra, su época. Alianza Música, Madrid, 1997.
[2] Fay, Laurel E., Op. Cit. Pg. 67-68. Agradezco
a mi amigo Isidoro Villena su ayuda en la traducción del texto: Uno debe
escribir una ópera "en general" sobre el Plan Quinquenal, "en
general" sobre la construcción del socialismo, se debe escribir sobre las
personas que viven, sobre los constructores del Plan Quinquenal. Nuestros
libretistas aún no han llegado a enfrentarse con esta circunstancia. Sus héroes
son anémicos, impotentes. Ellos (los héroes) no inspiran ni simpatía ni odio,
sino que son mecánicos. Es por eso que me volví a los clásicos (Gógol, Leskov).
Sus héroes hacen posible reír a carcajadas y llorar amargamente.
[3]
El citado artículo es recogido
por Gianfranco Vinay en Historia de la Música, 11, El siglo XX, Segunda parte,
Turner Música, Madrid 1996, Pg. 134-136.
[4]
Cfr. Vinay, Gianfranco, Op.
Cit.
[7]
Lukács, Georg. Estética I.
Volumen 3. Barcelona, Ediciones Grijalbo, 1963, Pg. 122.
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