Decía
Paco Umbral sobre José
Bergamín (1895-1983) que fue una “víctima de Ortega, como todos los
ensayistas de la época, que se ve frustrado por el inmenso, quizás excesivo,
magisterio del madrileño”[1]. Nuestra tarea es averiguar
en qué sentido estas palabras de Umbral pueden darnos alguna luz sobre las
ideas de Bergamín desarrolladas en el ensayo La decadencia del analfabetismo[2],
es decir, en qué sentido ciertas ideas de Ortega se hayan asumidas, consciente
o inconscientemente, en Bergamín y, si fuera el caso, poder cuestionar la
afirmación de Paco Umbral. Veamos pues.
Ya el título del artículo de
Bergamín nos puede suscitar un hecho importante que concierne a la propia
modernidad Europea, y es la especial importancia que tiene la educación en
nuestros pensadores ilustrados. El desarrollo del bienestar del hombre pasaba,
inexcusablemente, por la alfabetización efectiva de las gentes, alfabetización
que llevaba consigo la posibilidad de hacer un uso correcto, idóneo, de ese
elemento que nos diferencia al hombre de la animalidad y que no es más que la
razón. En este sentido, la decadencia del analfabetismo haría referencia a ese
proceso, lento y costoso, en el que el pueblo, si se me permite el término, va
dotándose de esa herramienta tan necesaria para ese su quehacer racional. Y
digo lento y costoso porque el problema de la alfabetización parece que no
tiene “hondura”, incluso ya en pleno siglo XXI nos seguimos planteando
cuestiones como el “abandono escolar”, el “nivel de nuestros estudiantes”, los “efectos
nocivos de las nuevas tecnologías” en desarrollo cognitivo de nuestros escolapios,
etcétera. En definitiva, por el título, parece que Bergamín viera con meridiana
claridad, y en un acceso de optimismo, los efectos futuros de unos ideales que,
muy por encima de los problemas reales que se podían observar, tarde o temprano
darían sus frutos.
Pero
por lo que fuera, cuestión que trataremos de desarrollar ahora, el sentido del
título del artículo toma otros derroteros. Para Bergamín el término
analfabetismo no tiene un carácter negativo, como falta, tal como lo hemos
concebido en el párrafo anterior, sino que tiene un carácter positivo. En este
sentido, el analfabetismo es un modo concreto de conocer el mundo, de
relacionarse con él. Nos topamos, pues, con dos modos distintos, incluso
contrapuestos, de entender en analfabetismo[3]. Y es aquí donde conviene
dar la palabra al maestro Ortega y Gasset con el fin de desentrañar, situar, el
lugar de cada uno de esos sentidos contrapuestos en un mismo término. Para ello
recurrimos a la distinción orteguiana entre “creencias” e “ideas”. Para Ortega:
Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre
que acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la
realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál
sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas “vivimos, nos movemos
y somos”. Por lo mismo, no solemos tener
conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes,
como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de
verdad en una cosa, no tenemos la “idea” de esa cosa, sino que simplemente “contamos
con ella”[4].
Las creencias, por tanto, no se
piensan, no son conscientes, no están para ser usadas, intercambiadas,
acumuladas, sino que son las condiciones de posibilidad del propio pensamiento.
Por tanto, y volviendo a Bergamín, el hombre, por encima de todo, es analfabeto
por naturaleza, pero no en el sentido de ser un iletrado, de no saber leer ni
escribir, de no conocer el alfabeto, sino de que, por encima de todo, necesita
entregarse a unas creencias que van más allá de toda concreción, de toda
positividad. No es casual, por tanto, que el propio Bergamín haga gala de su
catolicismo y recurra a Dios: “[el analfabeto], no es que no pueda conocer el
mundo, sino que lo conoce puramente: de un modo espiritual exclusivo, y no
literal o letrado o literaturizado”[5]. El analfabeto sería, por
tanto, aquel que se mueve en el ámbito de las creencias, creencias que serían
el lugar común, necesario, del propio hombre, y ese ámbito de las creencias
está emparentado con Dios.
Pero, ¿en qué consisten las ideas?
Siguiendo con Ortega:
En
cambio, las ideas, es decir, los pensamientos que tenemos sobre las cosas, sean
originales o recibidos, no poseen en nuestra vida valor de realidad. Actúan en
ella precisamente como pensamientos nuestros y sólo como tales. Esto significa
que toda nuestra vida intelectual es secundaria a nuestra vida real o auténtica
y representa en ésta sólo una dimensión virtual o imaginaria[6].
Vemos,
por tanto, que las ideas para Ortega, además de tener un carácter secundario,
tienen un componente de irrealidad, de contingencia, que está muy lejos del carácter
necesario de las creencias. Desde este punto de vista, las ideas se
emparentarían con la literalidad, con la letra, con el alfabeto, con la
contingencia de un sistema de comunicación concreto, ese que aprendemos y que
hace que entremos en comunicación con nuestros semejantes, pero que dista de
ser el mismo para todos los humanos. Ciertamente, lenguas, alfabetos, hay
muchos, incluso en esta nuestra era de la globalización. Por tanto, siguiendo
las diferencia orteguiana entre creencias e ideas, es fácil asimilar la
sentencia bergaminiana: “Hay una cultura literal. Hay otra cultura espiritual”[7].
Y esa cultura espiritual[8]
se vio amenazada, atacada, por la ilustración. En palabras de Bergamín, “la
decadencia del analfabetismo la inició el siglo XVIII, el siglo de las luces,
de las luces vacilantes, porque fue también el siglo de las letras firmes, el
siglo que puso las letras en candelero”[9]. Con la ilustración se
impuso un proceso de literaturización de la cultura, se hizo escrita, se hizo
cultura de manual, cultura de subvención, cultura como moneda de cambio. Es en
este contexto cuando a la cultura se le despoja de todo su valor de uso, ya es
sólo objeto de intercambio, de prostitución... La cultura deja de ser algo mío,
o tuyo, para ser algo de un sujeto indefinido llámese Pueblo, Patria o
Estado-nación. Ese desarraigo de la razón literal con respecto a la espiritual
significa la muerte de la propia palabra, porque queda vaciada de toda
sustancialidad. Las ideas, por tanto, no son más que elementos mediante los
cuales el espíritu, las creencias, toman cuerpo, se hacen carne. Desde el punto
de vista poético, que es en el que se mueve el propio Bergamín, “las palabras
son cosas de poesía y al ponerlas en juego se causa o se realiza, o se realza,
poéticamente, una figuración espiritual, una construcción imaginativa; lo que
viene a ser, en definitiva, una representación divina de todo”[10].
Vemos, por tanto, la importancia que
las creencias tienen para Bergamín, así que sólo aquellas ideas que se
sostienen a partir de unas creencias de carácter espiritual, es decir, unas
creencias analfabetas que nacen de lo más profundo del propio ser humano, que
no es más que el suelo que compartimos, o lo que podríamos llamar el
«procomún», compartirían cierta dignidad, cierta divinidad. Por tanto, “toda
construcción del pensamiento humano que no se desarraiga de la razón espiritual
o poética, de su analfabetismo sustante, florece divinamente en el cielo: y
perfecciona un optimismo, sustentándose espiritualmente de poesía”[11].
Otra idea fundamental para entender
la cultura espiritual es su carácter jerárquico. Las creencias, así, se
moverían en ese ámbito de lo que es y lo que no es. El espíritu, que es una
determinación francamente humana, depende necesariamente de esa jerarquía de
valores. Lo que sucede es que esos valores, dentro de la cultura espiritual, no
pertenecen a una minoría, a una determinada élite intelectual que hace objeto
de especulación con la cultura literal, de cambio. La cultura espiritual
pertenece al pueblo, pueblo en el sentido más amplio del término -no el pueblo
literalizado, sino el analfabeto-, y el desarrollo de esa cultura espiritual es
el derecho más sagrado del hombre, «porque expresan la única libertad social
indiscutible: la del espíritu; la del lenguaje creador humano; la del pensar
imaginativo del hombre»[12]
Ya vamos desentrañando un poco las
algunas ideas estéticas de Bergamín. Ante la crisis, él, como tantos otros,
inicia una búsqueda de la raíces, de lo que Ortega llama una búsqueda de las
creencias. En unos siglos en los que esas creencias han pasado desapercibidas,
olvidadas, y una vez que se había hecho patente la incapacidad de la modernidad
para resolver los problemas de las gentes -¡y más aún en España!-, no es casual
que una nueva vuelta a los principios, a lo más profundo de nuestro ser, sea el
lugar común de todos los pensadores, literatos, poetas, etcétera. Este hecho se
hizo muy patente en los años de la 2ª república en lo referente a la educación.
Como dice el profesor José Luis Gutiérrez Molina, «entre los retos que tenía
que afrontar el nuevo régimen estaba el educativo. Los republicanos debían
hacer lo que no habían hecho los monárquicos durante cien años»[13].
La tarea de los gobiernos republicanos estaría centrada en crear leyes
adecuadas en materia educativa a la vez que aumentar el número de maestros y de
centros educativos. Para el profesor Gutiérrez, la finalidad de los primeros
gobiernos republicanos, que estaban muy ligados a la Institución Libre de
Enseñanza (ILE), «era la efectiva construcción de un sistema educativo liberal
dotado de un carácter ilustrado y teñido de paternalismo. La modernidad de los
postulados de la ILE eran los instrumentos adecuados para la transmisión del
reformismo burgués que encarnaban»[14]. Pero
Bergamín parece poner en duda este programa, si bien desde el punto de vista
artístico, literario. Efectivamente, como hemos visto, su crítica no asume
posiciones políticas ni sociales, sino literarias, pero no es difícil entre ver
sus vinculaciones con otros ámbitos de la vida del hombre, porque la cultura
espiritual, la creatividad, no afecta sólo al ámbito artístico, sino que rezuma
en todos los aspectos de la vida del hombre.
Sin duda, uno de los grandes
problemas que plantea de llevar a cabo un proyecto como el que pretendía el ILE
es el escaso presupuesto. "Se crearon en la práctica menos plazas de las
previstas y también escasearon los maestros cuyas condiciones laborales y
salariales, además, debían ser mejoradas"[15].
Pero quizás el problema más importante, a tenor de las ideas libertarias
presentes en el escrito de Bergamín, era que la transformación en materia
educativa que trataban de llevar a cabo las autoridades republicanas "era
muy diferente de la que ya llevaban décadas pregonando los maestros radicales y
propagandistas obreros"[16]. En
este contexto, aunque la educación se convertía en pieza clave para la
transformación, o regeneración, de la sociedad española de la época, las
diferencias entre el tipo de modelo educativo eran abismales. Podríamos
insinuar que nos topamos con dos modelos de regeneración, una regeneración "desde
arriba", la propugnada por la ILE, y otra "desde abajo", la que
se venía trabajando, de manera muy precaria, desde las instituciones u organizaciones
obreras.
[1] Francisco Umbral, “Bergamín (entre Cristo, Marx
y Unamuno)”, en Las palabras de la tribu, Barcelona: Planeta, 1994, pp.
220-222.
[2] Bergamín,
José, “La decadencia del analfabetismo”, en Cruz
y Raya, nº 3, Septiembre, 1933, Pág. 61-94.
[3] Ni qué decir tiene que la
ilustración ha primado, por encima de todas las cosas, el sentido negativo del
analfabetismo.
[4] Ortega y Gasset, José, Ideas y creencias, Madrid: Espasa-Calpe,
1959. Pg. 25. (El subrayado es mío).
[5] Bergamín, José, Op. Cit. Pág. 63.
[6] Ortega y Gasset, José, Op. Cit. Pág. 25.
[7] Bergamín, José, Op. Cit.
Pág. 66.
[8] Sin duda, podemos trazar una línea de afinidad entre la idea de
cultura espiritual de Bergamín y la tesis Adorniana sobre la espiritualidad
estética. En palabras de Adorno, “el arte no se espiritualiza mediante ideas
que proclama, sino mediante lo elemental. Lo elemental es eso carente de
intención que es capaz de acoger al espíritu; la dialéctica entre ambos es el
contenido de verdad. La espiritualidad estética siempre se ha llevado mejor con
lo fauve, con lo salvaje, que con lo
ocupado culturalmente”. En: Adorno, Th. W., Teoría
estética, Madrid: Akal, 2004, p. 261.
[9] Ibíd. Pág. 68.
[10] Ibíd. Pág. 77.
[11] Ibíd. Pág. 78.
[12] Ibíd.
Pág. 92.
[13] José
Luis Gutiérrez Molina, «Educación y arte
en la reforma y la revolución durante la Segunda República», en Pág. 99.
[14] Ibíd.
Pág. 100.
[15] Ibíd. Pág.
101.
[16] Ibíd. Pág.
101.
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