En las reflexiones sobre estética de Theodor Wiesengrund Adorno la música ocupa un lugar fundamental. En cierto modo, y utilizando terminología hegeliana, su vida fue una continua disputa dialéctica entre las dos disciplinas que trabajó y dominó, la filosofía y la música, y a las que en ningún momento renunció a lo largo de toda su vida. Es así como en su pensamiento encontramos numerosas y valiosas reflexiones sobre la música que nos hacen suponer que ésta se halla en el centro de sus pensamientos y sobre cuya estructura parece haber elaborado su teoría estética general. En concreto, en atención a la música, escribió numerosos ensayos que culminaron en su síntesis teórica: Teoría Estética1, publicada incompleta y póstumamente en 1970.
La Teoría Estética es una reflexión sobre la propia estética como disciplina y en la que Adorno se plantea la posibilidad de salvarla de la precaria situación en la que se encuentra en una época concreta, la de las vanguardias históricas, los mass-media, los medios de comunicación de masas, etc. Así, Adorno se presta a dar una salida airosa a la estética como disciplina. Ésta, desde sus comienzos, trató de dar la espalda a la idea de lo concreto realizado por la obra de arte, tendiendo a un grado tal de generalidad que inevitablemente, en este momento, resulta inadecuada para la definición del arte moderno. Y es que para Adorno ha llegado a ser obvio que ya no es obvio nada que tenga que ver con el arte, ni en él mismo, ni en su relación con el todo, ni siquiera su derecho a la vida2. En este sentido, la estética sólo puede salvar su precaria situación si es capaz de vencer la dificultad que supone el unir la cercanía del proceso de creación artística y la fuerza de abstracción de tal manera que el resultado, la obra de arte, no esté sometida a conceptos abstractos ni máximas generales como la belleza.
Para ello, Adorno se sitúa en el plano de la obra de arte. Sólo en este nivel se debe realizar un proceso de autorreflexión, de búsqueda de fórmulas o invarientes estéticas, basadas en su propio contenido histórico-material, en otras palabras, su contexto histórico-social. Las invariantes o fórmulas dejan de concebirse como apriorismos y se convierten en momentos del hecho artístico3. En cierto modo, esas invariantes muestran, por su carácter circunstancial o contextual, las variaciones internas que poco a poco va sufriendo el arte en cada uno de los momentos. Así, las obras de arte son algo vivo y por esa razón sacan a la luz continuamente capas nuevas, envejecen, se enfrían, mueren4.
Así, concebido el arte como producto histórico, éste obtiene su contenido de la realidad, de la empiria, de tal manera que la forma estética que el objeto artístico muestra no es más que el contenido sedimentado que aporta la realidad empírica. En este sentido Adorno aporta el siguiente ejemplo:
Las formas en apariencia más puras (las formas musicales tradicionales) se remontan hasta en sus detalles idiomáticos a un contenido, como la danza5.
Es por todo esto por lo que la teoría estética debe ajustarse a la experiencia histórica sedimentada en las categorías estéticas. Así, el arte mantiene su momento de universalidad que no resulta ser un a priori ni ningún absoluto sacado de la manga. Esta universalidad es su carácter colectivo y social. Pero Adorno trata de matizar aún todo esto:
Pero el arte no es social ni sólo por el modo de su producción en el que se concentre en cada caso la dialéctica de las fuerzas y de las relaciones productivas no por el origen social de su contenido. Más bien, el arte se vuelve social por su contraposición a la sociedad, y esa posición no la adopta hasta que es autónomo6.
Es así como el arte presenta una doble faceta, la de fait social y la de autónomo, que operan como dos caras de la misma moneda. La obra de arte, al tratar de surgir como algo propio, independiente, niega a lo social, pero en esa misma negación se encuentra su socialidad. En definitiva:
Lo social del arte es su movimiento inmanente contra la sociedad, no su toma de posición manifiesta7.
Es por ello que, aunque en las estructuras de la obra arte se plasman las huellas de las luchas sociales, cualquier posicionamiento político que las obras de arte adopten perjudicará en la elaboración de las obras de arte y de su propio contenido de verdad8.
Pero, ¿cuál es la posición del artista, del creador, en todo este asunto? Para Adorno, desde las obras de arte habla un nosotros, no un yo, y con tanta más pureza cuanto menos se adopta exteriormente la obra a un nosotros y a su idioma9. Y es que cada arte, en virtud de su propia lingüicidad, está referido a un nosotros por razón de su participación inmediata en el lenguaje comunicativo10. Así pues, ese nosotros estético pertenece a toda la sociedad y el papel del artista se reduce a algo mínimo que la obra de arte necesita para salir a la luz. El sujeto humano sería aquel que imprime ese aliento vital a la obra artística, pero no el creador absoluto capaz de erigir de la nada, ex nihilo, el objeto artístico.
En este contexto, para Adorno, el concepto de genio creador es falso porque las obras de arte no son creadas incondicionalmente por el artista.
Los productores de la obras de arte no son semidioses, sino seres humanos falibles, a menudo neuróticos y dañados11.
Adorno entiende por genio otra cosa. Es una especie de superación, de transcendencia, de búsqueda de nuevas soluciones a partir de lo ya existente. El artista es creador en tanto que da vida a la obra gracias a su propia subjetualidad, que consiste en ser sujeto viviente. Pero como sujeto, está sometido a una objetualidad determinada por un nosotros histórico y social. Lo genial sería, en palabras de Adorno, encontrar una constelación, subjetivamente algo objetivo, el instante en que la participación de la obra de arte en el lenguaje deja atrás de sí a la convención en tanto que contingente12, es decir, una especie de superación de lo que tiende a convertirse, por medio de la repetición, en un objeto deificado, idealizado o, peor aún, naturalizado con el paso del tiempo.
Así pues, una vez reconocida que la objetividad del material artístico depende del momento histórico concreto, la imagen del artista o creador o sujeto queda alterada, ya que pierde esa libertad a gran escala que le atribuía la estética hegeliana y el romanticismo. Pero tampoco esta objetividad no anula al sujeto como artista, sino que anuncia un nuevo tipo de subjetividad no basada en la imposición arbitraria de una forma a un material artístico concreto desde el sujeto, construido a partir de la perspectiva dualista cartesiana sujeto/objeto. Por el contrario, ese construir equivale a destruir esos esquemas que, desde fuera y de forma contingente, someten a cada tipo de material13.
En resumen y de manera general, podemos señalar que la teoría estética de Adorno trata de superar los dos grandes errores a los que sucumbió la tradición estética: el primero, el tratar de encontrar un conjunto de normas estéticas de carácter general y absoluto que encumbren a la estética como disciplina. Para Adorno todas son contingentes, fruto de una época concreta. Como el contexto es cambiante, esas normas deber de ir cambiando, superando, trascendiendo; y el segundo, tras la inviabilidad de lo anterior, la aparición de la figura del genio creador, el soberano absoluto capaz de moldear la materia informe a su antojo.
1 Adorno, T. W., Madrid, Akal, 2004.
2 Ibídem, p. 9.
3 Cfr. Gómez, Vicente, El pensamiento estético de Theodor W. Adorno, Madrid, Cátedra, 1992.
4 Adorno, T. W., Op. Cit. P. 14.
5 Ibídem, p. 14.
6 Ibídem, p. 298.
7 Ibídem, p. 300.
8 Ibídem, p. 306. Cfr. Adorno, T. W., Disonancias, Madrid, RIALP, 1966, en concreto, el segundo ensayo titulado La música dirigida donde se desarrollan estas ideas y se critica la política cultural que se desarrolló en la URSS después de la Revolución de Octubre. Cfr. Vinay, Gianfranco, Historia de la música 11, Madrid, Turner, 1986. Cfr. Stravinsky, I, Op. Cit., en concreto, la Lección 5ª, titulada Las Transformaciones de la música rusa, donde Stravinsky aporta su propio punto de vista sobre este asunto.
9 Ibídem, p. 224.
10 Ibídem, p. 225.
11 Ibídem, p. 229.
12 Ibídem, p. 230.
13 Cfr. Gómez, Vicente, Op. Cit.
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