Sloterdij, en su libro Sobre la mejora de la buena vida, parte de la tesis de que el lenguaje no es más que un instrumento del narcisismo del grupo. Como bien dice, los grupos históricos de hablantes, las tribus y pueblos, son entidades que buscan alabarse a sí mismas, entidades que impulsan ese idioma suyo tan dicífil de imitar como un juego psicosocial del que pueden explotar ventajas a favor suyo (pg. 13-14). En este sentido, todo lenguaje no tiene como primer cometido, o como cometido fundamental, el comunicar ideas, valores o sentimientos entre iguales, éste es sólo el aspecto técnico del lenguaje, sino que su función es mucho más omniabarcante, es el hacer grupo, el clarificar unos límites, un decir este soy yo, un autoglorificarse. Pero no sólo el lenguaje sufre de esos accesos narcistas. Cualquier creación humana, ciencia, arte, objetos cotidianos, adolecen de la misma necesidad, la necesidad de gloria.
En cualquier caso, esta autoglorificación se ha convertido en seña de identidad de las naciones modernas. Éstas quedan ensimismadas en sus clásicos, en sus deportistas, en sus artistas, que se convierten en verdaderos ídolos, en dioses. Éstos, se dice, representan los valores de toda una sociedad, en otras palabras, que cargan en sus espaldas con todo un pueblo. En este sentido, para descarga de ellos, pensamos, a veces, que es demasiada la responsabilidad que deben soportar, que en definitiva no son más que gente de carne y hueso, como todos los mortales.
En esto recuerdo las palabras de Nietzsche, Dios a muerto. La herencia ilustrada, en su intento por salvar al hombre de Dios, ha terminado por matar al propio hombre. Al individuo, al sujeto cognosciente, se la asigna la tarea de dominar la naturaleza por medio de su propia razón. Este escesivo optimismo del hombre terminará por ahogar al propio sujeto. Conforme avanza el siglo XIX, ese sujeto que poco a poco va abriendo puertas a la naturaleza va descubriendo que ésta a su vez va cerrando otras. En una especie de pacto con el diablo, cuanto más nos proponemos saber sobre las leyes ocultas de la naturaleza, entregamos parte de nuestra leyes, nuestras objetividades. Nadie da duros por pesetas, se dice. ¿Dónde queda la moral ahora que tanto sabemos? ¿Dónde queda la ética?
Aún así, nuestra objetividad, que no es más que nuestra moral, se aleja de todo cientificismo desbocado, de ese intento diabólico de dominar cada uno de los parámetros de nuestra vida y lucha apasionadamente contra todo imperialismo. Sería injusto meter a todos en el mismo saco. Hablo de valores ocultos, sencillos, honestos, esos que están ahí, silenciosos. Esos que dicen sí a la vida, a la propia vida que, humildemente, construyen poco a poco. Son valores creadores, pero no de mitos ni de otras lisonjas. Son valores, por su grandeza, difíciles de convertir en objetos de cambio, en baratijas fácilmente comprables. Países enteros, y me refiero a sus élites, han intentado hacerse de ellos a golpe de talón, más la empresa resultó inútil. No sabían, incrédulos, que su propio pueblo es fuente de esos valores. Hoy en día, tristemente, ni el pueblo parece verse como creador. Ante eso, como decía un músico viejo: "abre el párpado".
En cualquier caso, esta autoglorificación se ha convertido en seña de identidad de las naciones modernas. Éstas quedan ensimismadas en sus clásicos, en sus deportistas, en sus artistas, que se convierten en verdaderos ídolos, en dioses. Éstos, se dice, representan los valores de toda una sociedad, en otras palabras, que cargan en sus espaldas con todo un pueblo. En este sentido, para descarga de ellos, pensamos, a veces, que es demasiada la responsabilidad que deben soportar, que en definitiva no son más que gente de carne y hueso, como todos los mortales.
En esto recuerdo las palabras de Nietzsche, Dios a muerto. La herencia ilustrada, en su intento por salvar al hombre de Dios, ha terminado por matar al propio hombre. Al individuo, al sujeto cognosciente, se la asigna la tarea de dominar la naturaleza por medio de su propia razón. Este escesivo optimismo del hombre terminará por ahogar al propio sujeto. Conforme avanza el siglo XIX, ese sujeto que poco a poco va abriendo puertas a la naturaleza va descubriendo que ésta a su vez va cerrando otras. En una especie de pacto con el diablo, cuanto más nos proponemos saber sobre las leyes ocultas de la naturaleza, entregamos parte de nuestra leyes, nuestras objetividades. Nadie da duros por pesetas, se dice. ¿Dónde queda la moral ahora que tanto sabemos? ¿Dónde queda la ética?
Aún así, nuestra objetividad, que no es más que nuestra moral, se aleja de todo cientificismo desbocado, de ese intento diabólico de dominar cada uno de los parámetros de nuestra vida y lucha apasionadamente contra todo imperialismo. Sería injusto meter a todos en el mismo saco. Hablo de valores ocultos, sencillos, honestos, esos que están ahí, silenciosos. Esos que dicen sí a la vida, a la propia vida que, humildemente, construyen poco a poco. Son valores creadores, pero no de mitos ni de otras lisonjas. Son valores, por su grandeza, difíciles de convertir en objetos de cambio, en baratijas fácilmente comprables. Países enteros, y me refiero a sus élites, han intentado hacerse de ellos a golpe de talón, más la empresa resultó inútil. No sabían, incrédulos, que su propio pueblo es fuente de esos valores. Hoy en día, tristemente, ni el pueblo parece verse como creador. Ante eso, como decía un músico viejo: "abre el párpado".
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