Cuando asistimos a un concierto podemos distinguir sin dificultad los tres roles que intervienen en el hecho musical, el compositor, el intérprete y el oyente, cada uno con su funcionalidad característica. Tal reducción puede resultar un tanto simplificadora, pero aún así creo que nos puede ser útil.
Esta distribución de roles terminó por hacerse normativa en el siglo XIX, el llamado romanticismo musical. Por primera vez, intérprete y público son considerados con auténtica devoción, pasan a ser entes independientes. Baste recordar las figuras del solista virtuoso -Paganini, Lizst- o los grandes directores de orquesta. El público burgués llenaba los auditorios y teatros para admirar a sus grandes estrellas y, en cierto modo, exigía a los compositores un tipo de música que se acaptase a sus gustos. Hoy en día, esto no nos suena raro. Ciertamente, en otros periodos, pensemos en el clasicismo, esta división de roles no estaba tan clara. El compositor casi siempre era a la vez intérprete y, muchas veces, hasta oyente. De todos modos, nuestra época es heredera de las visiones decimonónicas. Prueba de ello son las actuales salas de concierto.
A pasar de esto, buena parte de la música del siglo XX trata de difuminar, consciente o inconscientemente, cada uno de esos roles. En cierto modo, esa época brillante guardaba demasiadas miserias en la alcoba. La grandeza del sujeto no es tan luminosa.
En este sentido, en este estudio de Conlon Nancarrow descubrimos la total aniquilación de uno de esos roles antes expuesto, el del intérprete. El sujeto deja de tener sentido. La obra supera las posibilidades humanas.
Hoy sabemos que la estética, la religión, o todo saber ontológico del ser humano, lucha denodadamente por sobrevivir ante un cientificismo desvocado que cree demostrar que el poder del hombre es cuasi ilimitado.Todo está en nuestras manos. ¿Es así? Todo no. La comunicación nunca es absoluta. El esceso de autobombo, el abarcar demasiado, lleva consigo la propia muerte. De esto saben muy bien los compositores de principios del siglo XX. La música romántica, herida de muerte por la realidad que trataba de ocultar a toda costa, sucumbía ante las nuevas vanguardias que irrumpían con fuerza en el paronama musical. Pero pronto, los nuevos compositores conocieron de primera mano el abismo. El romanticismo, lejos de abandonar su territorio, huyó con él. No es cuestión sólo de tiempo, ¿y el lugar? Así, cada uno, dentro de sus posibilidades, trató de aferrarse a algo, todo valía en tiempos de guerra; unos a las formas del pasado, pequeñas reliquias para unos mohosas y para otros brillantes como el amanecer; otros, fieles al espíritu que les vió nacer, gritaron más que nunca hasta perder la voz. Sí, gritaron, pero nadie les escuchó. El grito, con el tiempo, ensordece. El sujeto descubrió la soledad.
Nancarrow parece enfrentarse al abismo de otra manera. Sin trucos de magia, sin aspavientos. Como un humilde artesano, maneja los sonidos, uno a uno, los coloca en su sitio. ¿Soledad? Se hace camino al andar, que decía Machado.
Esta distribución de roles terminó por hacerse normativa en el siglo XIX, el llamado romanticismo musical. Por primera vez, intérprete y público son considerados con auténtica devoción, pasan a ser entes independientes. Baste recordar las figuras del solista virtuoso -Paganini, Lizst- o los grandes directores de orquesta. El público burgués llenaba los auditorios y teatros para admirar a sus grandes estrellas y, en cierto modo, exigía a los compositores un tipo de música que se acaptase a sus gustos. Hoy en día, esto no nos suena raro. Ciertamente, en otros periodos, pensemos en el clasicismo, esta división de roles no estaba tan clara. El compositor casi siempre era a la vez intérprete y, muchas veces, hasta oyente. De todos modos, nuestra época es heredera de las visiones decimonónicas. Prueba de ello son las actuales salas de concierto.
A pasar de esto, buena parte de la música del siglo XX trata de difuminar, consciente o inconscientemente, cada uno de esos roles. En cierto modo, esa época brillante guardaba demasiadas miserias en la alcoba. La grandeza del sujeto no es tan luminosa.
En este sentido, en este estudio de Conlon Nancarrow descubrimos la total aniquilación de uno de esos roles antes expuesto, el del intérprete. El sujeto deja de tener sentido. La obra supera las posibilidades humanas.
Hoy sabemos que la estética, la religión, o todo saber ontológico del ser humano, lucha denodadamente por sobrevivir ante un cientificismo desvocado que cree demostrar que el poder del hombre es cuasi ilimitado.Todo está en nuestras manos. ¿Es así? Todo no. La comunicación nunca es absoluta. El esceso de autobombo, el abarcar demasiado, lleva consigo la propia muerte. De esto saben muy bien los compositores de principios del siglo XX. La música romántica, herida de muerte por la realidad que trataba de ocultar a toda costa, sucumbía ante las nuevas vanguardias que irrumpían con fuerza en el paronama musical. Pero pronto, los nuevos compositores conocieron de primera mano el abismo. El romanticismo, lejos de abandonar su territorio, huyó con él. No es cuestión sólo de tiempo, ¿y el lugar? Así, cada uno, dentro de sus posibilidades, trató de aferrarse a algo, todo valía en tiempos de guerra; unos a las formas del pasado, pequeñas reliquias para unos mohosas y para otros brillantes como el amanecer; otros, fieles al espíritu que les vió nacer, gritaron más que nunca hasta perder la voz. Sí, gritaron, pero nadie les escuchó. El grito, con el tiempo, ensordece. El sujeto descubrió la soledad.
Nancarrow parece enfrentarse al abismo de otra manera. Sin trucos de magia, sin aspavientos. Como un humilde artesano, maneja los sonidos, uno a uno, los coloca en su sitio. ¿Soledad? Se hace camino al andar, que decía Machado.
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