A
bote pronto, el 98 parece estar marcado con letras de fuego en el
imaginario de la nación española moderna. Sin duda, la pérdida de
las últimas colonias significó el punto y final de lo poco que nos
quedaba de aquella otrora “España Imperial”. En este sentido, es
usual seguir escuchando a intelectuales
insistir en aquella fecha fatídica cuando algún tipo de crisis, la
que sea, sobrevuela los cielos de nuestra madre patria. Pero, más
allá de la pérdida de unas colonias, y de todas las consecuencias
sociales y económicas que trajo consigo, hecho que más pronto que
tarde se iba a producir, sin duda, por el auge de los nacionalismos1,
esa fecha tuvo una importancia decisiva desde el punto de vista
ideológico. Es decir, la oligárquía que se sustentaba a través de
la monarquía, el sistema canovista de partidos de turno y un
parlamentarismo sectario, ya no puede hacer uso de los “tópicos
ideológicos” anteriores al 98 en el ejercicio del poder. Más aún,
el 98, y su crisis de conciencia, “permitirá que se separen del
bloque dominante los ideólogos pequeño-burgueses e incluso un
sector de cierta burguesía”2,
y esto conllevará una ofensiva ideológica de aquellos sectores que
quieren acceder al poder, ese mismo poder que había quedado en
evidencia.
Esta
será la tesis de Tuñón de Lara con respecto a la crisis del 98.
Fue, principalmente, una crisis ideológica. Pero esa crisis
ideológica no sobreviene así como así, su inicio se sitúa en el
año 1868, en el año de la revolución liberal “fallida”.
¿Fallida, en qué sentido?
Nos
situamos de lleno en el problema de la modernidad, el periodo en el
que el sistema capitalista logra imponer sus coordenadas de
comprensión, su estructura de poder, en los países Occidentales.
Este fenómeno se produce de manera desigual en Europa; siendo
Inglaterra la locomotora de ese movimiento, los demás países se
irán sumando con más o menos diligencia y mediante formas más o
menos traumáticas. Para nuestro trabajo, lo que nos interesa es ver
las peculiaridades de dicho proceso de instauración del modo de
producción capitalista en España. En este sentido, tal como apunta
Naredo en el prólogo del texto de Miguel Viñas:
la
forma peculiar en que se eliminaron las instituciones del Antiguo
Régimen condicionó el futuro político del país. La contradicción
entre las instituciones de origen medieval antes mencionadas [se
refiere a los privilegios de la Mesta, los señoríos
jurisdiccionales] (que vinculaban la mayor parte de la tierra a la
iglesia, la nobleza y los municipios) y el desarrollo de la propiedad
burguesa y de la burguesía como clase, no se resolvió con una
reforma agraria clásica en la que se repartían las tierras de la
iglesia y de la nobleza entre los campesinos.3
En
España, las tierras desamortizadas se ponen a la venta -y es que el
Estado estaba necesitado de dinero contante y sonante para sus
asuntos- y, cómo no, son compradas por parte de la burguesía. Esa
parte de la burguesía adinerada, la única capaz de invertir en unos
terrenos, se convierte, de golpe y porrazo, en terrateniente, en
burguesía ennoblecida. Es así que la contradicción
aristocracia-burguesía pierde en España toda la fuerza original que
mostró en otros países. Por tanto, en España, por un lado, se
mantuvo el latifundio, y por otro, no dejó de imponerse la propiedad
burguesa, base fundamental del proceso de producción capitalista,
más aún, de acumulación de capital. En este contexto, tal como
apunta Naredo, en el año 1874, el año de la Restauración
borbónica, “ya se habían realizado las tareas fundamentales de la
revolución burguesa”4
y, por tanto, “la burguesía española, pues, no intentó barrer a
la aristocracia terrateniente; la nobleza transformó sus derechos al
mismo tiempo que la burguesía urbana se enraizaba en el campo,
creándose las bases de una nueva clase dominante agraria”5,
en definitiva, el caciquismo logró lavar la cara; el antiguo
régimen, al igual que un camaleón, logró situarse en el nuevo
contexto del capitalismo. Y no sólo eso, a esto se le añade una
España en crisis económica “estructural” basada en “la falta
de capitalización de las exportaciones agrícolas, la estructura
latifundista y minifundista de la propiedad agraria, el bajísimo
poder de compra de la población rural (la mayoría del país)” y
ponían freno “a toda expansión y desarrollo de la industria en el
mercado nacional”
6.
Será
esta “oligarquía dominante”, la recién salida del fracasado
sexenio democrático, la que no se pondrá en duda hasta 15 años
después. Pero, como dice Tuñon de Lara, “la catástrofe colonial
pone al descubierto las contradicciones de un sistema organizado
-como Cánovas lo dijo implícitamente- para salvaguardia de la
propiedad tal como era concebida en el siglo XIX, pero guardando las
formas del liberalismo doctrinario (las apariencias, sobre todo)”7.
En este contexto es donde comienza a irrumpir la burguesía no
integrada, la pequeña burguesía y la clase obrera como nuevas
fuerzas que tratan, por todos los medios, de regenerar la vida
social, política y económica del país. Y a esas fuerzas se
reunirán en el campo de batalla de lo que se llamará, con más o
menos acierto, regeneracionismo.
3
Miguel Viñas, “Franquismo y revolución burguesa”, en
Cuadernos
del Ruedo Ibérico,
Prólogo: J. M. Naredo, pg, 9-39. Pág. 13.
4
Ibíd. Pág. 14.
5
Ibíd. Pág. 23.
Comentarios