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En torno a... "España: la quiebra de 1898" de Manuel Tuñón de Lara... y 4


Para Tuñón de Lara, Unamuno, al contrario que Costa, aboga por una regeneración desde abajo, desde fuera del sistema. Y no sólo eso, Don Miguel considera que el problema del 98 es de naturaleza socio-económica, más concretamente, “no se trata de recetas arbitrarias, sino de problemas de clase y de otros de envergadura”1. Y es que, para Unamuno, el pueblo es indiferente al movimiento de las élites políticas. En este sentido es decisiva la intuición de Unamuno en relación al Capital que, en el caso de España, se lucraría más que intentar mejorar Castilla. Y es que, si pensamos que el Capital es un ente independiente, alejado del pueblo, es normal que eso suceda. En este sentido, Tuñón de Lara considera que Unamuno da una explicación más precisa que Costa en relación al latifundismo español: “sabido es que éste se caracteriza por no estar interesado por la productividad por unidad de producción y también por disponer de abundante oferta de mano de obra, que, por consiguiente, es retribuida a bajo precio; de ahí que mientras esa oferta subsiste no está interesado en invertir en capital constante”2.

En cualquier caso, podemos ya insinuar que Unamuno se sitúa en el punto de fricción entre dos elementos contradicctorios: el pueblo, entendido desde le punto de vista espiritual, casi religioso, como comunidad de creyentes, y las instituciones, bajo la forma de la nación, que dan cobijo a ese pueblo. El problema de la España de la época, quizás haya que decir de España en general, era que las instituciones habían dejado de servir al pueblo y, por consiguiente, las contradicciones entre los grupos sociales, lo institucional, se hacían cada vez más patentes, más exhacerbadas, contradicciones irresolubles que ponen a prueba la propia ideología en boga de la sociedad española de “hidalgos y señores”, muy relacionada con una visión mística de la realidad: así, por un lado, si la ciencia representa lo moderno, el amor con trabajo y con esfuerzo, la mística, que representa lo castizo, es el amor sin trabajo. Este tipo de ideología, la mística, se ha impuesto en las clases señoriales, en el poder. Esto se resume en el gusto español por el “culto a la voluntad desnuda (que valora más el arranque que otra cosa) y el abandono fatalista”3. Se produce, en el cuerpo de la sociedad española, una ruptura entre el pueblo y la nación que la ideología trasnochada hegemónica, la otrora imperial hispanidad, no es capaz de resolver, y por ello, “recobran fuerza nuestros vicios nacionales y castizos todos, la falta de lo que los ingleses llaman sympathy, la incapacidad de comprender y sentir al prójimo como es, y rige nuestras relaciones de bandería, de güelfos y gibelinos, aquel absurdo qui non est mecum, contra me est”4.

En este contexto, Unamuno considera como la gran oportunidad perdida “la gloriosa”, la revolución de 1868, la que dio comienzo al sexenio liberal. Oportunidad perdida en la medida de que lo que pareció ser el momento en el que España iba a dar un golpe de timón a su desarrollo histórico, quedó en su simple espejismo. En este punto Unamuno es tajante: “No está de más destacar que en nuestros días se acentúa la tendencia historiográfica no sólo a afirmar la inanidad del Sexenio en cuanto a la revolución frustrada, sino también a sostener que el Sexenio no supone una ruptura de la tendencia dominante sociológicamente hablando”5. Efectivamente, “la gloriosa”, como revolución liberal, participa de los “ventarrones europeos”, es decir, la europeización de España. Pero para que ese viento fuerte haga su efecto tiene que sumergirse en lo más profundo del pueblo, en su “intrahistoria”. Lo instrahistórico, entendido como lo más profundo de nuestro ser social, que trata de imponerse, o sobreponerse, frente al anquilosamiento de las instituciones trasnochadas del antiguo régimen que contínuamente torpedean el movimiento emancipatorio de la sociedad. 
 
Pero, ¿qué es lo que sucede en ese sexenio liberal? En líneas generales, se terminan por imponer las condiciones materiales del capitalismo, es decir, lo que en la primera entrada llamamos la propiedad burguesa, pero toda esa revolución liberal se hizo a espaldas de la clase obrera, más aún, a expensas del pueblo, tal como lo entiende Unamuno, o sea, a expensas la intrahistoria o “tradición eterna”. El concepto de intrahistoria, por tanto, ocupa un lugar decisivo en el pensamiento de Unamuno y viene a superar al simplista "proletariado". Para Tuñón de Lara, la intrahistoria aparece en Unamuno “como prefigurando algo que lo mismo pudiera anunciar la historia de la vida cotidiana que la historia de las actitudes mentales”6. Evidentemente, podríamos asumir la importante dificultad que supone el definir lo intrahistórico. En cierto modo, la vida intrahistórica padece de cierta indefinición y, por tanto, no se define sino se revive. Se da, en cierto modo sentida, vivida como propia. La intrahistoria es la materia prima sobre la que cualquier institución social se sostiene. De esta manera, cuando las instituciones, como hemos dicho antes, pierden el contacto con la base, con el fundamento, con la “intrahistoria”, dejan de ser vivas, se convierten en un cuerpo muerto, en un lastre. Así pues, modernidad/europeización/ciencia y tradición/intrahistoria/fe, si es que aspiran a la vida, no pueden esquivar su complementariedad: “tenemos que europeizarnos y chapuzarnos en el pueblo. El pueblo, el hondo pueblo, el que vive bajo la historia, es la masa común a todas las castas, es su materia protoplasmática, lo diferenciante y excluyente son las clases e instituciones históricas. Y éstas sólo se remozan zambulléndose en aquél”7.
 
1Ibíd. Pág. 116.
2Ibíd. Pág. 116.
3 Unamuno, Miguel, En torno al Casticismo, Pág. 127.
4 Ibíd.
5 Tuñon de Lara, Manuel, Op. Cit. pág. 144.
6 Ibíd. Pág. 149.
7Unamuno, Miguel, Op. Cit. Paǵ. 143.

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