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1.
Advierte
nuestro Ortega que la esencia del nuevo arte es su impopularidad. Más
aún, no es que no guste el nuevo arte, dice, es que no se entiende.
Eso implica que cierto tipo de arte va dirigido a una minoría, los
entendidos, mientras que a la mayoría se le está negado. Este hecho
no es nuevo, me refiero al hecho de que cierto arte esté destinado a
una minoría y, en cierto modo, vedado, a la gran masa. Si pensamos
en el canto gregoriano, en su momento histórico era una música
exclusiva, era un arte exclusivo de unos pocos, vedado a los más.
Este hecho, la impopularidad del nuevo arte, un hecho de carácter
sociológico según Ortega, implica una tendencia a emerger de nuevas
formas artísticas, y más aún, la reacción ante el arte del pasado
más reciente, que en este caso que le ocupa de nuestro autor es el
de todo el Romanticismo, y que es caracterizado por Ortega como un
arte dirigido a las masas, un arte en el que las masas imponen sus
gustos, su hegemonía.
No
es de extrañar, y por lo que hemos visto en el capítulo dedicado a
su España
invertebrada, que
Ortega vea con buenos ojos este nuevo arte1.
Como él dice, “se acerca el tiempo en que la sociedad, desde la
política al arte, volverá a organizarse, según es debido, en dos
órdenes o rangos: el de los hombres egregios y el de los hombres
vulgares”2.
Y es que el Romanticismo, como culminación de un proceso de
“plebeyización” de la sociedad, encumbró el “arte de masas”,
arte de masas que no es más que el reflejo de la enfermedad de
Europa, de su malestar, que solo puede curarse con una “salvadora
escisión”.
Un
arte impopular es un arte para unos pocos, que no es comprensible, ni
comprendido, por la mayoría. Pero, ¿en qué consiste ese
entendimiento, esa comprensión artística? Evidentemente, cuando
hablamos de estética, nos referimos al goce, al disfrute en el que
el observador se sumerge cuando contempla una obra artística. Y es
en este momento cuando nuestro Ortega traza las diferencias entre dos
tipos de goce, el estético y el de la vida cotidiana.
Cuando
hablamos del goce de la cotidianeidad nos referimos al placer que
obtenemos, por ejemplo, cuando compartimos momentos con nuestros
hijos, cuando saciamos nuestra hambre con una sabrosa manzana, etc.
En este tipo de goce, nuestra relación con el objeto que lo provoca
es directa, como el efecto del alcohol en nuestra sangre cuando nos
bebemos una copa, es decir, no necesitamos acomodar nuestros
sentidos, poner en marcha nuestra maquinaria intelectual, no tengo
que pensar en que esos niños, con los que estoy jugando, son mis
hijos, no pido ningún certificado de paternidad ni nada por el
estilo. Lo que vemos es real. Por lo contrario, el goce estético
supone cierto movimiento hacia la irrealidad desde la vida cotidiana.
El goce estético en cierto modo necesita “deshacerse” de la
realidad, de transcenderla. En cualquier caso, ese transcender no
implica una huída de la realidad, no significa divisar ningún más
allá, o más acá, lo que se transciende es la propia realidad
humana, es decir, que se sobrepone, que se da en forma de irrealidad,
en una forma artística.
Por
tanto, para Ortega, el goce estético no es “una actitud espiritual
diversa en esencia de la que habitualmente adopta en el resto de su
vida”3.
La esencia del goce estético está, pues, sobre la base de la
pasiones o sentimientos profundamente humanos. Esta, podríamos
decir, sería la base, la materia sobre la que se construye, se crea,
emerge, una obra artística. Pero hay un elemento decisivo por el
cual ese sentimiento, esas pasiones, son consideradas desde el punto
de vista artístico, estético, y no desde el punto de vista real.
Ortega habla de “acomodación” de nuestros aparatos sensitivos.
El ojo se acomoda al cuadro, en el caso de la pintura, el oído se
acomoda a los sonidos musicales, etc. Para ello necesita introducir
una especie de ruptura, de límite en la propia obra de arte. Ese
límite, en el caso de la pintura, es el cuadro, y en el caso de la
música orquestal es el escenario, el auditorio. Este elemento
material lleva a cabo ese salto ontológico, el paso de la realidad a
la irrealidad, es decir, el salto de considerar lo que hay dentro del
cuadro como algo irreal, como un objeto estético, y no como
expresión de algo real.
Efectivamente,
este salto es indispensable, pero tampoco nos aporta mucho en
relación al goce estético, es decir, no es suficiente. Es muy claro
que la gran mayoría de las personas que se acercan a un cuadro, o
asisten a una representación teatral, saben que todo lo que sucede
en ese “marco”, todo lo que sucede en el escenario, es irreal y
que remite a un contenido real. La acomodación de los aparatos
sensitivos supone, más allá del marco, lo que define Ortega como el
“cambio de perspectiva”, o sea, cambiar la perspectiva habitual,
la que utilizamos en la vida cotidiana, y ese cambio de perspectiva
se lleva a cabo invirtiendo su jerarquía. Así, lo que consideramos
más importante en nuestra cotidianeidad se nos aparece como
accesorio en la perspectiva estética, y lo contrario, lo que no es
importante en nuestro día a día se convierte en decisivo en el goce
estético.
Y
aquí Ortega pone como ejemplo a Beethoven. Según él, Beethoven
procedió de manera no artística. Si tomamos la sinfonía nº 6
“Pastoral”, el objetivo del gran maestro sería el de ilustrarnos
de forma realista una escena campestre cualquiera, es decir, que más
allá de las herramientas utilizadas, y nos referimos a los sonidos,
escalas, instrumentación y demás, su objetivo era dar una imagen
verídica de esa escena cotidiana. Y es por ello que no necesita de
esa “exigencia” por parte del espectador de acomodar los órganos
sensitivos, de esforzarse por gozar la obra artísticamente. El
espectador goza de ella “realísticamente”, si se me permite la
palabra, no implica un cambio de perspectiva, tal como hemos dicho
más arriba.
1Aquí
debemos anotar que ese “ver con buenos ojos el nuevo arte”
no tiene el sentido de “gustar”, es decir, el de decir que me
gusta el impresionismo porque es lo nuevo y me disgusta el realismo
porque es lo viejo. Ortega no se mete en esas disquisiciones. De lo
que se trata, para Ortega, es de descubrir las fuerzas que hacen
posible cierta tendencialidad estética, en este caso, el fenómeno
de la nuevo arte en Europa a principios del siglo XX.
2Ortega
y Gasset, José, La deshumanización del arte y otros ensayos de
estética, Madrid: Espasa Calpe, 1993. Pág. 51.
3Ibíd.
Pág. 52.
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