2.
Pero
entonces, ¿es que estamos hablando de un arte puro? ¿Es posible un
arte puro? No, en la medida de que la materia de la que surge toda
obra de arte se toma de la cotidianeidad del hombre. Pero eso no
excluye cierta “purificación”, y en ese contexto de purificación
es en el que se mueven los nuevos artistas. El proceso de
purificación no sería más que el acto que lleva a cabo el artista
de poner encima de la mesa, de mostrar en la obra de arte, eso que
debe ser tenido en cuenta y que pasa, por lo que hemos dicho antes,
por romper con todas las servidumbres creadas entre la obra de arte y
la vida cotidiana de las personas. Sin embargo, ese proceso nunca
puede ser total, es decir, la relación entre obra artística y la
vida cotidiana de las personas puede ser débil o intensa, pero nunca
puede faltar, porque si falta ya no podemos hablar de obra artística,
ya no hablamos de algo humano, sino de otra cosa.
Para
Ortega ese movimiento, el de la tendencia actual a la purificación
del arte, el de la insistencia en crear un arte nuevo, es algo
natural en la medida en que es fiel reflejo del mismo carácter vivo
de la historia. A toda tendencia creativa, aristocrática, le llega
su decadencia, su tendencia destructiva, plebeya. De esto ya hemos
hablado en relación a su España
invertebrada. Y si
suponemos que todo nuestro siglo XIX es una época marcada por la
actualización de las tendencias plebeyas, es consecuencia que se
potencializaran las aristocráticas, y que éstas, tarde o temprano,
harían todo lo posible para emerger, para actualizarse. Y si al arte
del romanticismo es un arte “realista”, no es casual que el arte
nuevo sea, por decreto, “antirrealista”.
El
arte nuevo, por tanto, va contra la realidad. El artista nuevo “se
ha propuesto denodadamente deformarla, romper su aspecto humano,
deshumanizarla”1.
Esta deshumanización provoca en el sujeto contemplador la necesidad
de crear una nueva forma de tratar con el objeto artístico, una
manera no humana. Para Ortega, esa nueva forma de tratar con el
objeto artístico, esa nueva relación, esa “nueva vida, esta vida
inventada previa anulación de la espontánea, es precisamente la
comprensión y el goce artísticos”2.
Así, un arte deshumanizado es aquel en el que el goce estético
“emana de ese triunfo sobre lo humano; por eso es preciso concretar
la victoria y presentar en cada caso la víctima estrangulada”3.
Y por este camino no queda nada más que evitar las formas vivas, o
sea, sumergirse en la abstracción.
Pero,
¿resulta tan fácil escapar de la realidad? Sin duda, como nos dice
Ortega, “cree el vulgo que es cosa fácil escapar de la realidad,
cuando es lo más difícil del mundo”4.
Esta frase nos puede remitir a la diferenciación marxista entre
“libertad formal” y “libertad efectiva”. La primera se
refiere a la libertad que se sumerge en un marco concreto legal, es
decir, que uno es libre en la medida de que se entrega a unas
determinadas normas. Esas normas o legalidades hacen posible el libre
movimiento de las personas, pero ojo, sólo dentro de ese marco.
Pero, ¿qué sucede cuando las posibilidades de esa libertad formal
se convierten en imposibilidades, en el sentido de que el desarrollo
de esa libertad formal ha produce en el plano de la praxis humana la
mayor de las desigualdades entre las personas? Sólo queda escapar de
ese marco, de esa forma, lo que llamamos sumergirnos en la libertad
efectiva. La libertad efectiva es aquella en la que la antigua forma
se abandona y se impone otra nueva. La libertad efectiva es el
proceso creativo por antonomasia, y por ello, tiene un carácter
aristocrático. Por tanto, escapar de la realidad, en el contexto en
el que se sumerge Ortega, tiene un sentido positivo, como capacidad
creativa, generadora de estilo.
Así,
“la estilización implica deshumanización”5,
implica movimiento aristocrático, implica repertorialización,
mientras que el realismo del siglo XIX tiene carácter tipológico,
tendente a lo disposicional, al predominio de lo subjetivo. Con el
arte romántico el observador goza de sí mismo, por eso ese énfasis
en los aspectos disposicionales. El espectador se ve en la obra de
arte, se observa y se disfruta. Mientras que en la obra de arte
estilizada, el observador está obligado a asumir una
repertorialidad, hacerse con unas herramientas, a crear unos
vínculos, unas relaciones con esa obra de arte, está obligado a
utilizar la inteligencia. El problema que se nos plantea ahora es el
de que este nuevo arte, esta nueva música, y tal como lo hace
patente Adorno en la obra que venimos comentado en otro lugar -nos
referimos a la La
filosofía de la nueva música-,
rompa los hilos con la realidad vital, es decir, el problema del
exceso de la estilización del arte. Efectivamente, suponemos, aunque
esto no lo diga Ortega explícitamente, que el nuevo arte también
implica la creación de unos nuevos tipos, de nuevas disposiciones.
1Ibíd.
Pág. 63.
2Ibíd.
Pág. 64.
3Ibíd.
Pag. 65.
4Ibíd.
Pág. 65.
5Ibíd.
Pág. 67.
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