4.
Pero
volviendo con Ortega, es importante ver como en su “deshumanización”
destaca que detrás de la metáfora está la prohibición, el tabú,
el núcleo traumático. La metáfora, en este contexto, es una figura
que no tiene una función de contenido, o sea, el de decir algo
concreto, sino el de tapar esa fisura, ocultar ese temor hacia lo que
el ser humano considera peligroso para él. El hombre, que necesita
escapar de esa inseguridad vital para poder dedicarse a otras cosas,
a la música por ejemplo, usa la metáfora para tapar ese trauma que
lo atenaza. Ese proceso de ocultamiento solo puede ser llevado a cabo
a través de objetos reales. La metáfora en sí, como idea, no tapa
nada, por eso la metáfora va unida a un objeto concreto, en el caso
que hemos comentado antes nos referimos al folklore. Es así, según
Ortega, como se produce la sustantivación de la metáfora, y es en
ese momento en el que se lleva a cabo un cerramiento repertorial,
momento fundamental a la hora de la asunción de un estilo.
Podemos
decir, por tanto, que el folklore tiene antes una función de
contenido (metonímica) y que pasa a cumplir una función meramente
formal (metafórica), es decir, lo que antes era algo real, algo que
manejan las personas en su día a día, ahora se convierte en
horizonte de significación, en una tendencia, lo que venimos
llamando como paisaje. Esto no quiere decir que el folklore desde el
punto de vista del contenido deje de existir, decimos que se le añade
una nueva función, formal, sobrepuesta sobre la que tiene, como
cualquier objeto real, de contenido. Por tanto, lo que hemos llamado
como el paisaje del nacionalismo, que hemos explicado que tiene una
función formal, metafórica, utiliza como objetos reales los
materiales folklóricos. Todas las luchas que se llevaron a cabo a la
hora de determinar qué elementos folklóricos son los adecuados, son
las luchas por colocar esa “perspectiva del detalle significante”
en el lugar de la metáfora, es la lucha por colocar a un determinado
objeto, y no otro, en ese lugar que tapa el trauma, que oculta de
escisión, y que provoca, por tanto, el cerramiento repertorial.
Nos
queda, por tanto, explicitar la relación entre el folklore desde el
punto de vista formal y el folklore desde el punto de vista de
contenido. Desde el punto de vista formal el folklore se convierte,
en palabras de Laclau, en un “significante vacío”, “el punto
ciego inherente a la significación, el punto en el cual la
significación encuentra sus propios límites, y que sin embargo,
para ser posible, debe ser representado como la precondición sin
sentido del sentido”1.
Pero ese significante vacío, irrepresentable -¿qué es en realidad
el folklore, qué es en realidad el pueblo, qué es en realidad la
democracia?- necesita de algo real, representable. Este hecho, esta
necesidad implica -o busca- una sustitución, pero una sustitución
que no lleva al quitar algo irrepresentable por algo representable,
sino que tiende a añadir a la manera de un tropo. Es en este
momento donde se incorporan los elementos reales, los folklóricos
(escalas, ritmos, etc., desde un punto de vista musical),
incorporación que se realiza en el contexto de una lucha por la
hegemonía musical, por así decirlo. En cualquier caso, que ese
elemento real ocupe el lugar implica un decir algo más o distinto de
lo que puede decir como término u objeto real, es decir, que si una
escala musical, como la andaluza, se sitúa o se añade al
significado vacío pasa a ser algo más que una ordenación concreta
de tonos y semitonos vinculada a una cultura concreta.
Para
Ortega, por tanto, ese proceso formal, aristocrático, de incorporar,
hacer, poner, un significante vacío que de vía libre a la creación
artística es lo que llama “deshumanizar”. Así, para él, el
arte nuevo, de pintar realidades, ha pasado a pintar ideas, vacíos,
por eso su carácter tosco, porque una idea nunca puede llegar a ser
reflejo de la realidad, sino que la realidad sólo se construye a
partir de esa irrealidad, de esa idea. No es de extrañar que la
primera acción para una profunda transformación del arte sea la de
romper por completo con toda representación de la vida, o sea, la
iconoclastia. Esto lleva, inmediatamente después, a la creación de
una comunidad de artistas, de nuevos artistas, los elegidos -como el
pueblo judío- que finalmente se cristianizan, se hacen carne,
gracias a los circuitos de alta y de baja cultura. Pero esto ya nos
sitúa de nuevo en las conclusiones. Demos un paso atrás.
1Ernesto
Laclau, Op. Cit. Pág. 81.
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