En resumen, en la obra de arte están siempre presentes dos constituyentes: primero, aquellos de los cuales no concebimos la generación, que no pueden expresarse en actos, aunque puedan ser modificados a continuación por actos; segundo, aquellos que están articulados, han podido ser pensados.
Paul Valéry, Teoría poética y estética, La balsa de medusa, 1990, pg. 203
Volvemos, pues, al tema de lo instituido y lo instituyente en la versión de Valéry. Para él, la obra de arte contiene esos constituyentes de manera proporcionada. Más aún, el arte de las distintas épocas se distingue según sea predominante uno u otro constituyente. Por ejemplo, como diría nuestro Ortega, en una época crítica como la del renacimiento predominaría lo instituyente, o cuanto menos, tomaría la palabra poniendo en jaque los cimientos de lo instituido.
Es cierto que esta dualidad siempre ha estado presente a lo largo de la historia del pensamiento, aunque cada vez acomodándose con diferentes nombres. A mí, especialmente, me gusta la división nietzscheana entre lo apolíneo y dionisiaco. Pero, más allá de todo esto, lo que nos interesa resaltar es la relación entre esos constituyentes. Ésta será la que determine si ese dualismo es operativo o no.
El idealismo, básicamente, considera lo instituido como fundamental. Es el encargado de poner orden en el caos de la realidad. En este sentido, se han mostrado extremadamente eficaces los términos forma y contenido. La forma, ya bien esté en el exterior, en el cielo o mundo de las ideas, como en Platón, o en nuestro interior, como imperativo categórico kantiano, se ofrece como garante de la posibilidad de mundo, de realidad. Esa importancia no viene dada de boquilla. Para ello, la forma necesita situarse más allá de la temporalidad y la territorialidad. Sólo de esta manera, más allá del tiempo y del espacio, es posible que la forma sea decisiva. El contenido, por el contrario, siempre se le ha tratado de vincular al tiempo y al espacio, a la corruptibilidad, y por ello, siempre ocuparía un lugar subsidiario con respecto a la forma.
Pero la hegemonía de lo instituido fue decayendo a costa de lo instituyente. El romanticismo así lo demostró. Aunque es un proceso que venía de largo, por las circunstancias que fueren, la forma perdió vigencia. Se llegó a considerar que ésta obstaculizaba el progreso vital, y por extensión, el progreso económico. El contenido, aunque corruptible, gracias a la estrategia de asignarle un valor ajeno al mundo de la vida, o sea, un valor en sí, un precio, fue tomando una existencia también extra temporal y extraterritorial. Este hecho, poco a poco, fue encumbrando el contenido, lo instituyente, lo novedoso, la moda, lo capaz de sacar beneficio a corto plazo. La vida frenética se impone a lo sereno de la forma, de lo instituido. La forma, por el contrario, mientras el contenido se iba alejando de la vida -de la tierra y del tiempo-, recorría el camino inverso, se hacía real, se cosificaba en forma de constituciones democráticas, de todo tipo de poéticas -maneras de hacer- artísticas. Pero ya no hablamos de idealismo, sino de relativismo: todo vale, en la medida que todo puede ser vendido.
Es habitual en nuestros tiempos, y lejos de tratar de revertir esta relación de enemistad entre lo instituido y lo instituyente, incorporar un componente ético y moral que pretende corregir los problemas que ocasiona la devaluación, con respecto a su contrario, de uno u otro constituyente. Pero la moral también participa de ese juego entre lo instituyente y lo instituido, y lo mismo que no ponemos al zorro a guardar las ovejas, la moral no puede validar la relación entre esos constituyentes.
La labor de una estética sustantiva es volver a articular una relación entre forma y contenido que sitúe a los dos componentes en un mismo plano, los sitúen en las mismas coordenadas temporales y territoriales. En este sentido, podemos referirnos a ellos como una especie de fuerzas centrífugas y centrípetas que mantienen la unidad con cierta precariedad. Lo instituido y lo instituyente actuarían como grietas que, por un lado, conforman, y por otro, deforman, cualquier componente de la realidad constituida, ya sea estética, ética, política, etc.
Es cierto que esta dualidad siempre ha estado presente a lo largo de la historia del pensamiento, aunque cada vez acomodándose con diferentes nombres. A mí, especialmente, me gusta la división nietzscheana entre lo apolíneo y dionisiaco. Pero, más allá de todo esto, lo que nos interesa resaltar es la relación entre esos constituyentes. Ésta será la que determine si ese dualismo es operativo o no.

Pero la hegemonía de lo instituido fue decayendo a costa de lo instituyente. El romanticismo así lo demostró. Aunque es un proceso que venía de largo, por las circunstancias que fueren, la forma perdió vigencia. Se llegó a considerar que ésta obstaculizaba el progreso vital, y por extensión, el progreso económico. El contenido, aunque corruptible, gracias a la estrategia de asignarle un valor ajeno al mundo de la vida, o sea, un valor en sí, un precio, fue tomando una existencia también extra temporal y extraterritorial. Este hecho, poco a poco, fue encumbrando el contenido, lo instituyente, lo novedoso, la moda, lo capaz de sacar beneficio a corto plazo. La vida frenética se impone a lo sereno de la forma, de lo instituido. La forma, por el contrario, mientras el contenido se iba alejando de la vida -de la tierra y del tiempo-, recorría el camino inverso, se hacía real, se cosificaba en forma de constituciones democráticas, de todo tipo de poéticas -maneras de hacer- artísticas. Pero ya no hablamos de idealismo, sino de relativismo: todo vale, en la medida que todo puede ser vendido.
Es habitual en nuestros tiempos, y lejos de tratar de revertir esta relación de enemistad entre lo instituido y lo instituyente, incorporar un componente ético y moral que pretende corregir los problemas que ocasiona la devaluación, con respecto a su contrario, de uno u otro constituyente. Pero la moral también participa de ese juego entre lo instituyente y lo instituido, y lo mismo que no ponemos al zorro a guardar las ovejas, la moral no puede validar la relación entre esos constituyentes.
La labor de una estética sustantiva es volver a articular una relación entre forma y contenido que sitúe a los dos componentes en un mismo plano, los sitúen en las mismas coordenadas temporales y territoriales. En este sentido, podemos referirnos a ellos como una especie de fuerzas centrífugas y centrípetas que mantienen la unidad con cierta precariedad. Lo instituido y lo instituyente actuarían como grietas que, por un lado, conforman, y por otro, deforman, cualquier componente de la realidad constituida, ya sea estética, ética, política, etc.
Comentarios