Se suele decir que el nacionalismo musical se
desarrolla en dos fases. En la primera, anclada en el siglo XIX y,
por lo tanto, bebe de la fuente del romanticismo, imponen su
hegemonía los compositores rusos, en especial el grupo de los
cinco. Quitando al que hacía de maestro, Rimsky-Korsakov, los
demás no fueron, exactamente, músicos profesionales, si me permitís
utilizar este término. Básicamente, su formación musical no fue
académica, al contrario que otro famoso compatriota contemporáneo,
Thaikovsky. Este hecho influyó notablemente en la forma de componer,
un tanto arcaica, teniendo en cuenta lo que otros compositores, por
la misma época, hacían en Alemania o Francia. Ciertamente, el
nacionalismo de estos compositores se basaba en recursos musicales
simples: una armonía sencilla -siempre en comparación con lo que ya
se hacía por las mismas fechas en los países hegemónicos- con
cierto carácter modal, si bien la tonalidad seguía articulando la
composición, que acompaña a unas melodías y ritmos de carácter
popular y folklórico. Estas maneras, a la rusa podríamos decir,
también se dieron en la España decimonónica. Aún así, queda un
tanto oculta la circunstancia de que, tanto rusos como españoles,
hicieron sus pinitos en el mundo de la música sinfónica o
camerística de la tradición hegemónica y no dejaron de
estrellarse en el muro de la incomprensión y de la incompetencia. Y
es que, aunque voluntariosos, parecían no darse cuenta que la
tradición clásica daba visos de agotamiento. Ese agotamiento del
que ya los propios compositores alemanes dieron amplio testimonio,
eso sí, a través de obras majestuosas. Así entiendo las sinfonías
de Malher o Brahms, como culminación de una forma ya imposible.
¿Hasta donde podía llegar ya una sinfonía después de ellos?
No es de extrañar que ya
en pleno siglo XIX los Estados modernos empezaran a dar muestras al
mundo de sus debilidades a través de ese invento marginal que es el
arte y, en particular, la música. Pues, mientras los grandes países
colonizadores ampliaban a marchas forzadas su imperial poder, surgía,
a la misma vez, los nuevos nacionalismos. Cabe interpretar que el
nacimiento de los nacionalismos musicales en ese siglo XIX no sea la
típica respuesta del pueblo olvidado, de la cultura autóctona
sometida al avance de los poderosos, sino que ese nacionalismo
emergente no sea más que los residuos del movimiento imparable de
estos. No hay otra razón por la que la figura del grupo de los cinco
tenga tanta repercusión, hoy en día, en los libros de historia de
la música. Por cualquier razón, el propio estado moderno, para
poder seguir ampliando su dominio impunemente sobre la tierra, tuvo
necesidad de crear nuevos nacionalismos periféricos.
Pero esa fase pareció
superarse. En nuevo nacionalismo de la primera mitad del siglo XX, ya
anclado en el “micro-clima” de las vanguardias, es capaz de
revertir esa dependencia “estructural” de los grandes clásicos.
En España, los compositores viajan a Francia alejándose de la
hipostasiada grandeza de la ópera nacional y del chabacano
zarzuelismo (ya sabéis amigos que no tenemos término medio) y
aprenden y asumen las técnicas compositivas más audaces, tanto de
las corrientes afrancesada, unos, como de la germánica o wagneriana,
otros. Y es allí donde, con sus pobres materiales, y no me refiero a
las típicas melodías y ritmos castizos que utilizaran los
compositores de la primera ola, sino esa herencia que se transmite
sin hacer ruido, y que no quiere hacerlo porque dejaría de ser
herencia, se elaboró una las más bellas páginas de la música
española, la jota final del Sombrero de Tres Picos de Don Manuel de
Falla:
Pero el problema del
nacionalismo que se daba en el ámbito del arte ya hace tiempo,
aunque con un carácter inocuo y que se resolvió de manera
magistral, parece saltar a otro ámbito, quizás más delicado, el de
la política. Pero lejos estamos de ese nacionalismo de segunda ola.
Sí, estamos en la primera, y nos la estamos bebiendo “enterita”.
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