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¿Un secreto a voces…? ¡Que hablamos de arte, cretino!

Hablaba de lo sagrado y lo profano. Una de las características de nuestra modernidad es la pérdida del universo de sacralidad. No se sabe qué es lo sagrado, ni qué es lo profano, o sea, lo que no podemos hacer, usar y  decir, y  lo que sí podemos. Hay una especie de todo vale, de secularización de la vida. Pero, ¿es posible la secularización total ésta? Bien es cierto que seguimos encontrando signos de religiosidad, pero se trata de una religiosidad restringida, fragmentada. Un ejemplo es la política. Hace tiempo que la política se convirtió en un coto privado, en una religión privada, la que reproduce la “casta política”. Estamos hablando de que este tipo de religiosidad privada produce un vaciamiento de lo político en la totalidad de la sociedad. Este hecho ya venía de lejos.  Benjamin Constant lo resumió en su célebre discurso Acerca de la libertad de los antiguos comparada a la de los modernos: El peligro de la libertad moderna consiste en que, absorbidos por el disfrute de nuestra independencia privada y por la búsqueda de nuestros intereses particulares, renunciemos con demasiada facilidad a nuestro derecho de participación en el poder político. Esto termina por sentenciar Constant. Esto resuena espacialmente en los momentos de crisis.


Cuando reservamos el ámbito de lo político a unos pocos, ideal de la democracia representativa, estamos desprendiéndonos de lo sagrado y lo profano, de las herramientas políticas fundamentales para la convivencia. Pero, ¿somos capaces de vivir realmente en un mundo totalmente secularizado? Imposible: La necesidad de la sacralidad es consustancial a nuestra humanidad. De tal manera que, si Dios ha muerto, como ya nos avisó Nietzsche, yo me lo invento, porque lo necesito. Conviene interpretar rectamente esta tesis fuerte nietzscheana de la muerte de Dios. Con tal afirmación Nietzsche no pretendía dar por finiquitada toda religión en favor de la mayoría de edad de la humanidad –¡uf!, ya hemos logrado quitarnos esta superstición de encima-, sino que rindió cuentas a ese proceso de secularización, de vaciamiento de toda vida que se imponía por doquier.

El problema, por tanto, es que no podemos ser apolíticos. Y si se nos niega, o nos negamos, la posibilidad de hacer política, nos la inventamos, y esas nuevas formas, no todas por supuesto, pero sí aquellas que tienen un afán más universalista, son las que se enfrentan a la política hegemónica. Es por ello que esos movimientos, 15 M o 25 S, son procesos instituyentes de lo político, que se oponen al poder instituido de la política. En términos Spinozianos, la natura naturans de lo político desafía a la natura naturata de la política.


Sin salir de la aporía, la rabiosa actualidad nos sitúa en el mundo del arte, y en un ejemplo que ilustra, sin necesidad de producir mucho malestar en los amigos, los problemas que la dialéctica instituyente/instituido plantea, problemas que tienen que ver con la a-politización de la vida.  En el mundo del arte, el lugar a-político por excelencia es el museo, lo mismo que en política, por muy extraño que parezca, el lugar a-político por excelencia es el congreso, o el senado. Espacio a-político porque solamente se conserva en él aquello que alguna vez ha sido percibido como verdadero y decisivo, pero que ya no lo es más. Supongo que es eso lo que le ha ocurrido a la democracia, la libertad, la igualdad. 

Ironía aparte, supongo que el museo ocupa el lugar que antes estaba reservado al templo, como lugar sagrado. Pero la diferencia es que al templo se iba a hacer sacrificios, o sea a determinar qué parte de la víctima iba destinada a los dioses, lo sagrado, y qué parte para el hombre, lo profano, y en el museo el espectador no tiene opción ni de pinchar ni de cortar. Y mira tú por dónde que me levanto con una noticia jugosa: Un visitante daña un ‘rothko’ en la Tate. Ya el titular daba miedo, pero no he podido evitar la analogía. ¿En qué se parecen las palabras del “pijipi” con las pintadas de uno de los creadores del  Amarillismo? Supongo que alguien debería decirle al personaje lo que decía el periodista: que a un museo no se viene a pintar, y menos en un cuadro acabado.

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