2. Intermezzo.
Pero
hoy en día, eso de creer en los dioses ya no se lleva, y el mito de
Prometeo no puede significar más que una de las múltiples
historietas que pululan por la red telemática. Hoy, siguiendo los
comentarios de mi amigo Antonio Alcalá, la mayoría de la gente es
pagana, ni agnóstica ni atea. Pagana, y les da
igual Prometeo, Epimeteo “o el bombero torero…, ¡con todos mis
respetos para el toro!”,
y en este sentido, no hay manera de que se haga patente, en otras
palabras, se tome en serio, la realidad ontológica del hombre, su
menesterosidad, su indigencia. El hombre es, tarjeta en mano… ¡¡¡el
puto amo!!!
En
cualquier caso, como nuestro propósito no es caer de bruces en el
pesimismo, conviene pensar la relación entre los dos tipos de
poderes que, en cierto modo, son complementarios, porque es
inevitable, en el hombre, que su vida se desarrolle en el contexto de
unas instituciones, más o menos formales, más o menos poderosas, y
que la vida de ese hombre en el seno de esas instituciones deba ser
ética, o sea, atenida a unas normas que van más allá del régimen
formal de la institución, o sea, que interpelen a una realidad
humana mucho más profunda y elemental. Así, podemos resumir, el
poder oscila entre dos polos, el polo que tiene que ver con la
estructura y el funcionamiento, y el polo que se refiere al
comportamiento. Veamos.
En
los albores de nuestra modernidad, para no irnos muy lejos, muchos
autores han tratado de legitimar la fuerza coercitiva de las
instituciones. El hombre necesita someterse a los dictados del poder
por la sencilla razón de que en ello le va su supervivencia. Pero
esa legitimación del poder siempre se realizó apelando a un ámbito
de esencias concretas, éticamente determinadas, a pesar de su
generalidad. El hombre, decían, es bueno o malo por naturaleza.
Concretando, no es que el hombre fuese ético -desde el punto de
vista ontológico me refiero-, sino que ya poseía, por el hecho de
ser un hombre, un comportamiento ético -una maldad o una bondad-
antes de todo desarrollo cultural. Sería Hobbes el que reconozca que
el hombre es un lobo para el hombre. A partir de esa pretendida
esencialidad humana, de esa idea que se asume como inmutable, logra
articular una política, un modo de organización, en el que el poder
queda eficazmente distribuido, es decir, queda concretado el qué y
cuál es el lugar del amo y el qué y cuál es el lugar del esclavo.
Rousseau actuaría de la misma manera, pero esta vez la esencia
humana sería que el hombre es bueno por naturaleza, aunque la
sociedad lo corrompe. Como Hobbes, Rousseau logró articular otra
política, pero esta vez basada en el contrato social, en la que lo
gobernante y lo gobernado quedaba eficazmente distribuido por el bien
del propio hombre. En los dos casos, los resultados efectivos de
sendos sistemas estarán sobre-determinados, para lo bueno y para lo
malo, por esas esencias, es decir, que siempre que veamos que
realmente los sistemas propuestos no funcionan, por lo que sea, no
cabe más remedio que volver a recurrir a esas esencias. En el primer
caso, la culpa la tiene el que hombre es un lobo para el hombre,
luego habrá que regenerar las instituciones para meter “en verea”
al personal, o sea, hacer las consiguientes reformas
estructurales
–y lo doloroso que resulta eso a veces-, y en el otro caso, que la
sociedad tiene la culpa de corromper la bondad intrínseca de cada
sujeto, con lo cual, es necesario otro nuevo contrato, una nueva
constitución bajo el auspicio del diálogo
intersubjetivo
sereno–¡y que no sea por falta de nuevas constituciones!, ya sean
reformadas o de nueva creación-, con lo cual, el propio sistema, la
propia institución, queda liberada de toda culpa.
En
este contexto, no son extrañas las reacciones de la mayoría de los
políticos españoles ante los atropellos de sus “compañeros”
(ante todo hay que limpiar la imagen, ¡no todos somos iguales!). Por
desgracia, todas sus razones se resumen en reducir el problema a un
simple acto ético personal. Es en ese momento cuando, de nuevo, la
maldad del individuo vuelve a ser la coartada perfecta para el
fiscal, de la misma manera que la maldad de la institución es
coartada para el acusado. Unos pecan de psicologismo, otros de
sociologismo, y entre todos, lo que decía Ortega, estudian al hombre
por su sombra, o estudian al rábano por las hojas. No es de extrañar
que, en este punto, uno trate sacar el lado más macabro de la
expresión “cada uno en su casa, y Dios en la de todos”, es
decir, que cada uno en sus asuntos, que ya os llegará el recibo a
casa. Pero quizás no sea pertinente, o más bien decente, meter a
Dios en estos asuntos tan turbios, y menos compararlo con aquello que
hoy llaman los más estudiosos del libre mercado la “mano
invisible” de la economía. Porque, si existe Dios, cosa en la que
ni entro ni salgo, y no lo hago por paganía, evidentemente nunca se
encontrará en los enredados mecanismos de las relaciones humanas,
tanto económicas como estéticas, políticas, etcétera, sino más
bien en los márgenes, en los límites, en el lugar de los sin lugar,
en los sin techo, o más bien destechados, en los lugares donde el
hombre se encuentra consigo mismo en su menesterosidad, en su
indigencia.
(Continúa...)
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