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Ortega y Gasset: la vida como drama



Sin duda Ortega y Gasset será el autor que logrará situar la filosofía española en un lugar preeminente dentro del panorama filosófico internacional. A pesar de ello, estuvo bastante implicado e influido por lo que se hacía, por lo que pasaba en su país. No es de extrañar, que en el contexto de la España que comentábamos antes con Unamuno, Ortega viera la necesidad de hacer filosofía a pie de calle, en los periódicos, en los cafés. España, en cierto modo, no podía perder más tiempo, y si quería situarse en la vanguardia europea, debía asumir un profundo cambio, y que mejor manera que el cara a cara de la discusión cotidiana. Pero eso no significa que su pensamiento adoleciera de sistematicidad. Todo lo contrario, bajo la forma del ensayo, Ortega supo elaborar una obra plena en la que se desarrollaban los temas más importantes, bien es cierto que alejada de las pretensiones de los grandes sistemas decimonónicos.
            En cualquier caso,  en Ortega podemos ver como el problema de Unamuno, el de la tragicidad de la vida del hombre, adquiere un tratamiento distinto. Ortega va a saber distinguir entre el aspecto ontológico y el estructural o categorial del hombre, aspecto que, como he dicho anteriormente, no fue muy cuidado por Unamuno. Ciertamente, aunque para Ortega la vida del hombre es un drama, ese hecho es elaborado por Ortega desde el punto de vista estructural, no ontológico, y por ese sentido, este carácter dramático de la vida no se ahogará en el pozo del ser y podrá abrirse al plano de la praxis, al de la realidad cotidiana, al de la circunstancialidad del hombre, donde tienen asiento los valores que dan cuenta de su vida.
            Desde el punto de vista ontológico, según Ortega, lo que caracteriza al hombre es su capacidad para ensimismarse, aspecto que lo diferencia esencialmente de la animalidad. Mientras éstos viven esclavizados por las cosas, es decir, que su relación con el medio que le rodea, con su circunstancia, es la expectación, el estar siempre alerta ante cualquier eventualidad que pudiera sobrevenir, el hombre puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él, y sometiendo su facultad de atender a una torsión radical --incomprensible zoológicamente--, volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas[1].  El hombre, por tanto, puede desatender el mundo sin riesgo a la muerte por la sencilla razón de que dispone de un lugar donde refugiarse, y ese lugar es la razón, entendido como su mundo interior, como el mundo de las ideas. En este sentido, las ideas no se encuentran en ningún más allá, sino que forman parte de nuestro corporalidad. Así, mientras la animalidad se rige por leyes externas, leyes que le vienen dadas, el hombre se rige por leyes interiores, leyes propias.
            Pero esta capacidad del hombre para autolegislarse, en cierto modo a lo que Unamuno se refería cuando decía que el hombre es un ser autotélico, no es algo que se le haya regalado, sino que es fruto del trabajo. El propio hombre crea la seguridad de su ser, de su existencia, cuya máxima expresión es la técnica, y a partir de ese lugar seguro logra gobernar el mundo, logra humanizarlo. Esta humanización crea, a su vez el ámbito de seguridad en el cual el hombre pueda proseguir en su ensimismamiento. En cualquier caso, es importante destacar que Ortega es consciente que hay que romper con el círculo vicioso en el que parece abocarse el hombre en esta dialéctica ensimismamiento/progreso técnico, para ello asume que el hombre no vive para pensar, sino para pervivir. El ensimismamiento, por tanto, no tiene un fin en sí mismo, sino que es utilizado para la continuidad del propio hombre en su existencia y, en de este modo, proyecta de una acción futura, un qué, cómo y por qué hacer en el hombre.
            Pero, que el pensamiento no haya sido dado al hombre como las alas al pájaro, sino que sea fruto de su trabajo supone, en opinión de Ortega, que si no lo cultiva, puede ir perdiéndolo. Ser hombre significa, precisamente, estar siempre a punto de no serlo, ser viviente problema, absoluta y azarosa aventura o, como yo suelo decir: ser, por esencia, drama[2]. La vida del hombre es dramática porque nunca sabe si lo ha hecho bien o mal, es decir, si ha utilizado esa capacidad propiamente humana de manera correcta, porque en el momento de decidir lo que va a hacer no las tiene todas consigo. El hombre, en este sentido, se puede deshumanizar. La condición del hombre es, pues, incertidumbre sustancial[3].
            En este punto sería conveniente detenerse un poco en las palabras de Ortega en torno a lo que entiende por deshumanización. Porque a pesar de que el hombre, como ser cultural, es decir, como ser que es capaz de crear un espacio interior en el cual resguardarse y poder así ensimismarse, sufra la pérdida de su cultura, lo que podríamos considerar como la quiebra de una forma cultural que otrora brindaba a los sujetos una seguridad, no quiere decir que vaya a perder su humanidad. La cultura es una construcción, y el hombre es hombre porque puede reconstruirla, evidentemente, en otras formas y nos resulta inverosímil que el hombre se convierta en un animal de buenas a primeras. Otra cosa es que la cultura que adopte pueda conllevarnos a la aniquilación de la especie, o sea, del hábitat en el que estamos inmersos, el planeta Tierra --hay que pensar en las bombas atómicas, los retos medioambientales, etc...-- En este sentido, ontológico, el hombre no dejaría de ser hombre, sino que se vería desprovisto de las categorías y valores que lo insertan en una circunstancia concreta y le brindan esa seguridad. Desde otro punto de vista, Ortega parece referirse a esa deshumanización como la pérdida de conciencia de que esas categorías y valores, como ideas y usos, son primordiales para la vida del hombre. De este modo, y en contra del relativismo cultural, el hombre no tiene más remedio que hacer uso de las ideas a sabiendas de que cualquier idea no vale y que no tiene todas consigo a la hora de determinar qué idea será la apropiada. Es por ello que Ortega se refiera a la civilización como el horizonte de las seguridades inseguras. Y así termine sentenciando que la suerte de la cultura, el destino del hombre, depende de que en el fondo de nuestro ser mantengamos siempre vivaz esta dramática conciencia y, como un contrapunto murmurante en nuestras entrañas, sintamos bien que sólo nos es segura la inseguridad[4].
            Vemos, por tanto, como ya dijimos en los primeros párrafos de este capítulo, que la vida dramática del hombre parece situarse no en el plano ontológico, como en Unamuno, sino en los planos categorial y axiológico. En este sentido,  y teniendo en cuenta que la vida se hace hacia adelante, es decir, se vive desde el porvenir, porque vivir consiste inexorablemente en un hacer, en un hacerse la vida de cada cual a sí misma[5],  esa proyección hacia el futuro nos obliga a proveernos de las herramientas o competencias necesarias para rendir cuentas a ese futuro, y esos medios no son más que lo que nos aporta la tradición, el pasado. Es así que la crisis de una forma cultural concreta consista para Ortega en la pérdida de fe en que esas herramientas y competencias que nos vienen heredadas del pasado puedan servirnos para lograr alcanzar ese proyecto anclado en el futuro.
            La cultura, por lo tanto, es el asidero mediante el cual el hombre puede sobrevivir de su propia humanidad, de su propia limitación como ser que no está determinado, como hemos dicho antes, desde el exterior.  Por eso para Ortega la vida es en sí misma y siempre un naufragio[6]. Y la cultura no es más que ese movimiento de brazos que hace que el hombre no se hunda en el abismo de la existencia. Por eso, una cultura que se cree segura de sus conquistas, una cultura que no se preocupa en reactualizar los problemas que van surgiendo del día a día, una cultura que no cree necesario el bracear, está abocada a la muerte. Y es que, en el hombre, la propia conciencia de naufragio es ya la salvación.
            En cualquier caso, aunque hablemos en términos generales cuando nos referimos a la cultura, al hombre y a su proyecto, hay que tener en cuenta que todo esto  se hace efectivo en cada uno de nosotros, y que ese cada uno de nosotros no es únicamente el cuerpo, el alma o la conciencia de fulano o mengano. En palabras de Ortega,   usted no es cosa ninguna, es simplemente el que tiene que vivir con las cosas, entre las cosas, el que tiene que vivir no una vida cualquiera, sino una vida determinada[7]. Cada sujeto está llamado a cumplir su proyecto, un proyecto que es anterior a él y que, si bien puede decidir realizarlo o no, no puede sustituirlo por otro. El hombre no es, por tanto, simplemente el yo, sino que implica su circunstancia, su otro, y esta unidad de dinamismo dramático entre ambos elementos -yo y mundo- es la vida[8]. El hombre no es consciencia personal. La vida del hombre no pasa dentro de él, sino que debe realizarse en una materialidad que es lo otro, en un mundo exterior que es el mundo. El yo, por tanto, lo subjetivo, no existe sino se realiza en lo objetivo, en el mundo material que le es dado. Es por ello que la vida dramática de la persona es siempre única. La vida es drama pero sólo es efectivo en la vida de cada uno de nosotros en el momento en el que el sujeto toma contacto con su circunstancia, es decir, cuando nace. Porque si bien el mundo puede parecer idéntico a primera vista para dos sujetos, cada uno de ellos -su subjetividad- responde de diferente manera hacia él.
            El hombre, en definitiva, no es nada sin su mundo           , sin la circunstancia que, en cierto modo, lo actualiza, lo sitúa, y es por ello que la lucha del hombre no es nunca con su mundo, con su circunstancia, sino que es con su proyecto. La vida no es lucha entre lo interno y lo externo, sino hacer efectivo ese proyecto que es lo interno y lo externo, el yo y mi circunstancia. En este sentido la vida no es encontrarse con problemas en el mundo, sino que es de suyo un problema, un drama. Es importante tener en cuenta que ese proyecto personal no puede ser confundido con el deber del ser moral. Este deber ser moral actúa en un nivel distinto, secundario, a pesar de su carácter intelectivo, no es más que una reacción ante la realidad ontológica fundamental del hombre, su imperativo vital. En palabras de Ortega, si el intelecto funciona, es ya para resolver los problemas que le plantea el destino íntimo[9]. Y la vocación, el destino, es siempre individual pero, por supuesto, se compone de ingredientes genéricos. Y cada uno de esos ingredientes arrastra consigo unas herramientas, una repertorialidad. Pero todos esos ingredientes genéricos pasan a formar parte del destino de cada uno si no se modulan individualmente, gracias a las disposiciones de cada uno. Por eso, para Ortega vivir sea la inexorable forzosidad de determinarse, de encajar en su destino exclusivo, de aceptarlo, es decir, resolverse a serlo[10].


[1] Ortega y Gasset, José: “Ensimismamiento y alteración”. En Obras completas, Madrid: Taurus-Fundación Ortega, 2004-2010. Pág. 535.
[2] Pág. 540.
[3] Ibíd. Pág. 541.
[4] Ibíd. Pág. 541.
[5] Ortega y Gasset, José, "Pidiendo un Goethe desde dentro". En Obras completas, Madrid: Taurus-Fundación Ortega, 2004-2010. Pág. 120.
[6] Ibíd. Pág. 122.
[7] Ibíd. Pág. 124.
[8] Ibíd. Pág. 125.
[9] Ibíd. Pág. 130.
[10] Ibíd. Pág. 138.

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