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Unamuno y el sentimiento trágico de la vida



            El problema del hombre en Unamuno se sustenta sobre lo que él mismo viene en llamar el sentimiento trágico de la vida, entendido este sentimiento como la base de nuestra existencia y que refleja la imposibilidad de deshacer la contradicción inherente a nuestro ser, la lucha entre el sentimiento y la razón. Tal como apunta Pedro Cerezo Galán, el sentimiento trágico de la vida plantea el problema radical de la existencia, el hombre de carne y hueso, y su conflicto trágico entre la experiencia de la caducidad y su ansia de inmortalidad, único asidero éste para creer/crear a Dios[1]. El hombre se convierte en el campo de batalla entre dos fuerzas, el sentimiento o ansia de inmortalidad y la razón o experiencia de caducidad. En este sentido, Unamuno se ciñe derechamente al conflicto ontológico entre caducidad y voluntad de no morir[2], el conflicto entre dos formas de ser que necesariamente tienen que convivir juntas pese a las diferencias que les determinan. Pero debemos advertir que Unamuno no trata de poner en valor el dualismo cartesiano. Ni el hombre de carne y hueso hace referencia a su materialidad, ni su ansia de inmortalidad se refiere al alma. Para Unamuno estas dos dimensiones conforman dos estratos de lo que sería la unidad ontológica que es el hombre.
            Esos dos estratos o dimensiones están relacionadas de tal manera que el estrato espiritual se asienta sobre el psíquico, pero transponiéndolo. Esto quiere decir que no es posible la vida espiritual sino hay un sustento psíquico, ya que esta dimensión es la que nos brinda el conocimiento para la vida, es en la que interviene el deseo y es instintivo, mientras que lo espiritual nos brinda la facultad del conocimiento reflexivo, del conocer por conocer. Pero, evidentemente, el segundo se sustenta sobre el primero. Hay, pues, primero, la necesidad de conocer para vivir, y de ella se desarrolla ese otro que podríamos llamar conocimiento de lujo o de exceso, que puede a su vez llegar a constituir una nueva necesidad[3]. Por lo tanto, hay un instinto de conservación, que se sitúa en un estrato inferior y que es el de la vida, que hace que el conocer por el conocer, esa facultad del conocimiento reflexivo,  se tuerza y no tenga más remedio que servir a la vida.
            Por todo esto, para Unamuno, la conciencia no pasa de ser una enfermedad, en el sentido de que lo espiritual en el hombre y su conocimiento abren al hombre de carne y hueso ante la propia conciencia de su muerte, ante su propia nihilidad en un mundo tan extenso y complejo. Frente a esa conciencia es contra lo que lucha el instinto de conservación, situado en el estrato inferior, y que no es más que una especie de anclaje mediante el cual el hombre es capaz de llegar a tener un conocimiento certero del mundo que le rodea, ciertamente con fines a mejorar sus posibilidades de supervivencia, sin que por ello su vida se disuelva como una vulgar azucarillo ante el nihilismo de su existencia.
            Es por todo esto que el carácter espiritual del hombre se manifiesta en que es un ser que tiene una finalidad, un ser que se pregunta por el de dónde vengo y a dónde voy. El hombre, para Unamuno, es un ser autotélico, que se marca sus propios fines. Este hecho tiene una importancia decisiva para él ya que con esas preguntas el hombre se liberta de la embrutecedora necesidad de tener que sustentarse materialmente[4]. Esta sería la esencialidad que nos diferencia de los animales. La necesidad de esa finalidad viene dada por la consciencia de la muerte. Ante ella, el hombre lucha denodadamente ante ese acontecimiento, quiere saber si ha de morir o no definitivamente. Evidentemente, lo que le mueve al hombre es el ansia de no morir, el hambre de inmortalidad personal, (...) eso es la base afectiva de todo conocer y el íntimo punto de partida personal de toda filosofía humana, fraguada por un hombre y para hombres[5].
            En este punto, podemos suponer que el carácter espiritual en el hombre produce a la vez dos efectos contrapuestos. Por un lado, la conciencia le dota al hombre de unas posibilidades tecnológicas que hacen que su vida no acabe sumergida, como en los animales, en el universo de las necesidades materiales, pero por otro lado, le brinda la conciencia de su propia muerte, la cual ejerce una importante fuerza sugestiva que le lleva al hombre a vivir su vida de una manera trágica a través del hambre de inmortalidad, es decir, el hombre trata de escapar, a toda costa de la muerte que le atenaza. Pero, ¿en qué consiste este hambre de inmortalidad?  Para Unamuno el anhelo de eternidad es lo que se llama amor. Frente a esto, hay otro momento, la vanidad del mundo, que representa lo transitorio, lo vano de la vida, lo que llega y no queda. Sólo el amor es capaz de que esa vanidad no nos atenace, no nos sumerja, no aboque a un nihilismo absoluto. Por un lado, la vanidad representa la emergencia de toda la pluralidad de lo existente, mientras que, por otra parte, el amor da sentido, unifica toda esa pluralidad de tal manera que ésta pueda tener sentido. En palabras de Unamuno, la pobre conciencia huye de su propia aniquilación y así un espíritu animal, desplacentándose del mundo se ve frente a éste, y como distinto de él se conoce, ha de querer otra vida que no la del mundo mismo[6].
            Es conveniente también repensar la idea de unamuniana sobre la inmortalidad. Lejos de situarla en un más allá, parece ubicarla en la propia materialidad. En mi opinión, este aspecto es el que parece menos claro en Unamuno, pero , en cualquier caso, parece evidente que la sitúa en la propia corporalidad del hombre cuando habla de que es la sustancia misma de mi alma[7]. La inmortalidad sería un atributo de los seres orgánicos y estaría relacionada con la reproducción de dichos seres, de su perpetuación. En un primer nivel, Julián Marías habla de la división celular[8] o asexuada, que es un proceso de carácter eterno siempre que se den la circunstancias idóneas para que se produzca. En este tipo de reproducción los seres que se reproducen son idénticos de los que proceden y, en este sentido, cabe hablar de inmortalidad y eternidad. Con el reproducción sexual, con el macho y la hembra, hay un salto cualitativo. Ya no hay eternidad, sino que mocho y hembra se unen para crear un nuevo ser. Es el momento en que aparece la muerte. Pero aún así, a pesar de ese salto cualitativo, ese ser que muere, está compuesto por células que se reproducen de manera eterna, por división celular. La inmortalidad del alma en Unamuno parece sustentarse en una inmortalidad más básica, que podemos llamar orgánica, pero traspuesta en un nivel espiritual, el del hombre. Evidentemente, a las células les importa poco que el alma del hombre sea mortal o no, porque el alma no es una categoría que pertenezca de suyo al propio mundo celular. Pero el hombre, en cierto modo, por el hecho de ser hombre y ser un organismo vivo compuesto por células, trasciende esa inmortalidad bajo la forma de la inmortalidad del alma. El hombre, por tanto, es inmortal desde el punto de vista orgánico, celular, pero esa inmortalidad no puede ser dicha, no puede ser entendida en términos celulares porque el hombre es algo más que células con una función concreta, sino que el hombre es conciencia, es razón. Es por ello que en el hombre el reflejo de esa inmortalidad orgánica sea la inmortalidad del alma, que lucha contra la muerte del cuerpo, entendido como la muerte del cuerpo psíquico, del cuerpo se erige como centro en el momento que comienza la reproducción sexuada. Esa es la dificultad y el sustrato de ese sentimiento trágico de la vida.  Es por eso que, para Unamuno, cuando las dudas nos invaden y nublan la fe en la inmortalidad del alma, cobra brío y doloroso empuje el ansia de perpetuar el nombre y la fama, de alcanzar una sombra de inmortalidad siquiera[9].
            Para Unamuno, se han hecho dos grandes esfuerzos para tratar de colmar ese anhelo de inmortalidad del hombre. Por un lado el que se ha hecho desde el lado de la religión, en especial desde el catolicismo, que pretendió racionalizar, hacer verdad lógica y racional, el consuelo. Por otro, desde la razón, hacer de la verdad racional un motivo de consuelo. Pero ninguno de esos caminos satisfacen al hombre: Ni una ni otra de ambas posiciones nos satisfacía. La una riñe con nuestra razón; la otra, con nuestro sentimiento[10]. Y es que, como hemos visto antes, y sobre la base de la conciencia entendida como enfermedad, cualquier intento de compromiso resulta vano, y solo queda acostumbrarse a convivir con la guerra entre estas dos realidades del hombre: la razón y el sentimiento.
            Pero el problema de que sentimiento y razón no se entiendan, el que se hallen en continua lucha, es que tanto una como otra se sitúan en niveles o estratos diferentes del ser. De esta manera, como bien apunta el propio Unamuno, el problema de la inmortalidad del alma entendido como deseo vital, es un problema que no entra dentro de sus competencias, es un problema que desconoce por su irracionalidad. Esto de la inmortalidad del alma, de la persistencia de la conciencia individual, no es racional, cae fuera de la razón[11]. Quiere decir que la razón utiliza sus propias categorías, sus propios modos de decir, de hacer que corresponden a ella misma y que cualquier tipo de extrapolación a otro ámbito distinto, a otro nivel, conlleva su ineficacia, su inaptitud. La razón, por tanto, debe cuidarse de inmiscuirse en problemas que no son del todo suyos.
            Pero, aunque sentimiento y razón pertenezcan a órdenes distintos, no hay que pensar que se conservan de manera independiente. Quizás Unamuno peque en demasía al utilizar la expresión de lucha agonística, término que tiende a exasperar la relación entre esos niveles del ser, pero conviene hacer hincapié en la necesidad reciproca de uno y otro. En palabras de Unamuno, y, sin embargo, fe, vida y razón se necesitan mutuamente[12]. Es por tanto que esa ansia de inmortalidad, ese anhelo de vida, no lo entienda Unamuno como un problema que necesite ser resulto de manera lógica o racional. En cualquier caso, razón y fe son dos enemigos que no pueden sostenerse el uno sin el otro. Lo irracional pide ser racionalizado, y la razón sólo puede operar sobre lo irracional[13].
            Donde quiere llegar Unamuno es a alumbrar la importancia de la razón para la vida con la intención de superar el dualismo cartesiano que desvinculaba cuerpo y mente de manera radical:
Y es que, como digo, si la fe, la vida, no se puede sostener sino sobre la razón que la haga trasmisible -y ante todo trasmisible de mí a mí mismo, es decir, refleja y conciente-, la razón a su vez no puede sostenerse sino sobre fe, sobre vida, siquiera fe en la razón, fe en que ésta sirve para algo más que para conocer, sirve para vivir[14].
            Por lo tanto, como bien apunta Cerezo, rompe Unamuno con una metafísica racionalista o de la causa para acogerse a otra vitalista o de la sustancia, tomando aquí la palabra "sustancia" en cuanto ser sustantivo y verdadero del hombre, y, por tanto, en una acepción que remite, en última instancia, al orden de la libertad[15]. En mi opinión, el problema que no termina de resolver Unamuno es, por tanto, el tipo de relación entre sentimiento y razón. Nuestro autor se queda atrapado en la lucha sin llegar a articular un modo en el que éstas muestren su mutua necesidad. Si tanto una como otra se diferencian por los fines, o sea, que mientras el fin del sentimiento es la vida y el fin de la razón es la conciencia, no hay más remedio que la razón niegue que la conciencia pueda sobrevivir a la muerte. Pero quizás el problema de Unamuno sería el situar la lucha trágica entre el sentimiento y la razón desde el punto de vista ontológico, cuando lo que cabría es situarla desde un punto de vista estructural o categorial, o sea, pensar esa tragicidad desde el punto de vista de lo que podemos conocer del hombre, no desde lo que es el hombre.


[1] Cerezo Galán, Pedro, Las máscaras de lo trágico, Valladolid: Trotta, 1996. Pág. 375.
[2] Ibíd. Pág. 375.
[3] Unamuno, Miguel, Del sentimiento trágico de la vida, Madrid: Alianza Editorial, 2013. Pág. 51.
[4] Ibíd. Pág. 61.
[5] Ibíd. Pág. 66.
[6] Ibíd. Pág. 70.
[7] Ibíd. Pág. 78.
[8] Cfr. Marías, Julián, Breve tratado de la ilusión, Madrid: Alianza, 1990.
[9] Ibíd. Pág. 82 y s.
[10] Ibíd. Pág. 143.
[11] Ibíd. Pág. 145.
[12] Ibíd. Pág. 147.
[13] Ibíd. Pág. 148.
[14] Ibíd. Pág. 150.
[15] Cerezo, Pedro, Op. Cít. Pág. 377.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Hombreeee mi querido maestro de 1°y 2° de eso. ¿Que tal va la vida por alli abajo?

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