Al
contrario que Ortega, que su filosofía vivirá en continua interpelación a la
realidad de su época, la tarea de Zubiri
se centrará en el ámbito de la filosofía pura. Es en este contexto donde la doctrina
de la vida como drama de Ortega adquiere su formulación en un lenguaje más filosófico, más
metafísico. Pero en cualquier caso, la influencia de Ortega en Zubiri en relación
al pensamiento del hombre no cabe lugar a dudas.
Para Zubiri, el que en cierto modo
da un cierto sesgo biológico-materialista a la realidad personal del hombre, la
causa de que las respuestas que pueda dar el hombre a un determinado evento
sean prácticamente indeterminadas depende de su cerebro. El cerebro del hombre
está hiperformalizado. Esta es la diferencia principal entre el hombre y la
animalidad. Mientras que en los animales las respuestas están instintivamente
determinadas y, por lo tanto, pueden garantizar una respuesta adecuada a los
sucesos en los que se puede encontrar inmerso, en el hombre, esta complejidad cerebral,
impide que éste pueda responder de manera instintiva y directa a cualquier
situación. Esto, que puede parecer a simple vista un síntoma de debilidad,
puede convertirse en una ventaja en el momento en el que el mundo externo ya no
es considerado como un estímulo, sino como una realidad. Ciertamente,
encontramos cierto paralelismo con lo que decía Ortega anteriormente en relación
a la capacidad del hombre a ensimismarse. En definitiva, el hombre echa mano de un función completamente distinta de la función
de sentir: hacerse cargo de la situación estimulante como una situación y una
estimulación "reales"[1].
Profundizando en todo esto, el
término que utiliza Zubiri para denominar el modo en el que un ser viviente,
cualquiera que sea, se sitúa en un medio concreto y es anterior a cualquier
tipo de respuesta es el de habitud.
En palabras de Zubiri, la habitud es un
modo de habérselas con las cosas y consigo mismo[2].
Y además, es el fundamento de posibilidad de toda suscitación, entendida como
el momento en el que las seres vivientes son impelidos a modificar su estado
vital, son llamados a realizar una acción, la que sea. Por todo esto, y en
abierta discrepancia con Unamuno, mientras toda suscitación se convierte en un
problema vital que exige que se resuelva, por ejemplo, el de la ingesta de
alimento o el de tener que subir o bajar las escaleras, la habitud no es ni puede ser problema: se tiene o no se tiene[3].
Es así que lo dramático de toda toma de partido, de toda necesidad de realizar
una acción que pueda ser o no ser llevada a buen término, nunca puede ser, como
en Unamuno, un problema ontológico.
En cualquier caso, esta habitud
puede presentarse en distintos niveles, como por ejemplo, la habitud visual, o
la habitud voladora. Pero todos los seres vivos tienen una habitud radical que
básicamente se reducen a tres: la de nutrirse, la de sentir y la de inteligir,
habitudes que se actualizan a partir del alimento, del estímulo y de la
realidad. Pero a pesar de que estas habitudes son distintas, no se excluyen
necesariamente. Evidentemente, son modos mediante los cuales los seres vivos se
relacionan con medio que les rodea, y esos modos de relación son de carácter
emergente, es decir, que el ser vivo que cuya habitud se basa en el estímulo,
no por ello pierde su capacidad para alimentarse, sino que la habitud basada en
la nutrición está sobrepuesta en ese nuevo modo de relación basado en el estímulo,
es decir, que seguirá manteniendo operativa su función nutritiva, pero desde
otro modo de relación. Sí es importante mantener el orden de las habitudes, es
decir, que en un estrato inferior estaría la de nutrición, a partir de la cual
aparecerían las de sensación y la de intelección. La progresiva formalización
cerebral coincidiría con una ascensión en los tipos de habitudes.
Esto que acabamos de anotar es de
extraordinaria importancia, ya que si, tal como apunta Zubiri, la habitud
radical del hombre es la de inteligir, no podemos pensar que la inteligencia no está constituida, como
viene diciéndose desde platón y Aristóteles, por la capacidad de ver o de
formar "ideas", sino por esta función mucho más modesta y elemental:
aprehender las cosas no como puros estímulos, sino como realidades[4].
Es por ello que la primera función de la inteligencia sea puramente biológica,
hacerse cargo de la situación para dar una respuesta adecuada. El problema de
este tipo de habitud, la de inteligir, es que deja a los hombres desclasados,
deslocalizados, en un mar abierto de posibilidades, tal como hemos dicho un
poco antes. Es por ello que para Zubiri el cerebro no intelige, pero nos coloca
en la situación de inteligir .En este
punto conviene recordar el paralelismo con lo que decía Unamuno en relación a
que pensamos con el corazón, o con el vientre. En cierto modo, el cerebro es el
órgano que hace posible que las funciones biológicas más hondas se llevan a
cabo en un modo distinto, de una manera desclasada, es decir, que pueda
adaptarse a multitud de climas y hábitats, y no sólo eso, sino poder llevar
varias vidas a la vez.
Por lo tanto, con la habitud
intelectiva, el hombre obtiene un control distinto sobre las cosas. Para el
hombre las cosas no están prefijadas como en el animal, sino que sólo le basta
que sean reales. Es por ello que el animal tiene medio, y el hombre tiene
mundo, entendido este último término como el conjunto de cosas reales. Este
hecho, el que el hombre sea un animal de realidades, conlleva un nuevo tipo de
sustantividad, de existencia, que no está determinada por el contenido de las
cosas, sino por lo que el hombre quiera hacer con ellas y de sí mismo. Esa
sustantividad no está determinada por un tipo de sustancia concreta que
determine ese compuesto que llamamos hombre, sino que se refiere al tipo de
acoplamiento o modo de relación entre las diferentes sustancias. Por ello, la
sustantividad o la existencia de cualquier ser vivo, e incluso de cualquier
cosa, viene determinada por una estructura. Es, por tanto, la estructura la que
confiere una sustantividad a cada sustancia, que de suyo ya posee unas
propiedades, pero que por sí misma no llegaría a conformar nada.
Pero esa estructura que otorga sustantividad
a la sustancia del hombre es el espíritu. Siguiendo con la línea anterior, el
espíritu no es un ente dotado de inteligencia y voluntad. No es algo que anima
a un cuerpo, a la manera cartesiana, sino que es una exigencia entitativa de un cuerpo, es decir, que impone una
estructura concreta a ese cuerpo, una manera de ser, desde el punto de vista
ontológico, no axiológico. Y por otro lado, tampoco el alma es quien confiere a la materia su carácter de cuerpo,
sino lo contrario, (...) es el cuerpo
el que determina que el alma es corpórea[5].
Por tanto, el hombre es organismo, pero es organismo humano, organismo que sin
la inteligencia sería inviable. Cuerpo y alma, o sea, sustancia y
sustantividad, están co-determinados, y esa sustantividad es intelectiva, es
decir, que el hombre intelige, que el hombre decide libremente, y por lo tanto,
el hombre es una realidad personal.
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