El capital necesita de "tús", de individuos concretos autónomos, de números. Por eso siempre me he mostrado disconforme con los que dicen que la música es matemática -¡estos pitagóricos! El Capital necesita de ti, de mi, de todo lo que pueda consumir y lo que pueda consumirse, porque uno mismo consume y es a la vez objeto de consumo, de ahí lo pornográfico del asunto del Capital. Entonces, ¿el arte debe renunciar a la cacareada autonomía? ¿Es necesario que el artista se someta a una autoridad moral superior a la que sus obras se deber rendir, o en términos más estéticos, ser reflejo fiel de una ética asumida como dogma de fe?
El problema del tú debes, como ya he dicho antes, es que implica a alguien que actúa como el Yo ordenante, y en este caso, ese yo, para que el invento no se venga abajo, debe asumirse de manera axiomática. Así, muchas veces, sabiendo que ciertas cosas no son verdad, actuamos como si éstas lo fueran. Esto es el Capital: tú sabes que no es tan bonito todo mi mundo, pero sigues actuando como si no lo supieras.
Por tanto, la idea de autonomía impuesta por el Capital, esa que es capaz de sacar billonarios beneficios, la que prioriza la producción personalizada de productos artísticos, ya sean naciones, wáteres transformados en fuentes o diferentes estilos de vida, acaba chirriando a pesar del "3 en 1" o lubricante ético incorporado y acompañado por el librito de instrucciones en letra tamaño diminuto. En este sentido, la autonomía del arte sólo puede desarrollarse fuera de las grandes instituciones del mundo del arte: museos, salas de concierto, etc... lugares creados, en estos últimos años en España casi sin excepción, por el político de turno guiado por la zanahoria del billetaje puesta delante de sus narices por el Capital, mientras la baja cultura, la del populacho, buscaba maneras ingeniosas de salir adelante, de freír huevos sin sartén. Y los freíamos, lo más curioso.
Seguimos con la autonomía.
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