El
profesor Lovejoy está, por supuesto, en lo cierto: Bruno emplea el principio de
plenitud de una manera patentemente despiadada, rechazando todas las
restricciones con las que los pensadores medievales trataban de limitar su
aplicabilidad y extrayendo de él con audacia todas las consecuencias que
entraña[1].
El principio de plenitud hace
referencia al principio que encadena o gradúa toda la realidad existente. En
este sentido, el universo que surge a partir de este principio se presenta en
una serie de niveles o estratos convenientemente relacionados de tal manera que,
a partir de un nivel concreto, surgen todos lo demás. Hablamos de un proceso de
emergencia en el que, a través de la unidad, se desarrolla la pluralidad de tal
manera que esa pluralidad siga aún perteneciendo y formando parte de esa
unidad. Ni que decir tiene que, para la filosofía neo-platónica y todas sus
secuelas, en donde incluimos el propio pensamiento de Bruno, esa unidad es
Dios. Sólo a partir de él emerge el
universo en todo su esplendor. Así, podemos decir junto a Sellés, que
con el principio de plenitud todo aquello
que existe en potencia –en este caso, todo aquello que Dios podría crear- se
actualiza necesariamente[2].
La tarea de Bruno, por tanto, consiste
en sacar todas las consecuencias lógicas
de ese principio para sostener, con el mero uso de la razón, la
infinitud del universo como expresión más cabal de la perfección de Dios.
Porque, como dice Bruno en boca de Filoteo, tanto más que si hay razón para
que exista un bien finito y una perfección limitada, muchísima más razón habrá
para que exista un bien infinito, porque cuando el bien infinito existe por
lógica y razón, el infinito existe por absoluta necesidad[3]. No hay, por tanto, para Bruno
incoherencia lógica a la hora de aplicar la categoría de infinitud al universo
a pesar de que sus elementos particulares sean finitos. Pero esta argumentación
es sólo comprensible
en la medida de cuál es el
lugar del conocimiento humano a partir de los sentidos, que para él siempre es
un conocimiento siempre relativo. Así, lo que nos muestran los sentidos es una
pequeña parte de la totalidad del universo. Lo que le resulta inconcebible a
Bruno es que a partir de esa pequeña parte intentemos elaborar una idea
concreta de universo como un conjunto acabado y cerrado. En esto hay una severa
crítica a toda la tradición cosmológica aristotélico-ptolemaica que tenía como
objetivo el construir a partir de lo que nos muestran los sentidos un universo
razonablemente estable y cerrado. Podemos suponer que Bruno trató por todos los
medios de romper esa sumisión de la razón al perspectivismo de estos.
Así, una de las dificultades con las
que se encuentra la afirmación de un universo infinito parece quedar salvada.
Aunque nuestros sentidos perciban la finitud de las cosas, eso no es óbice para
negar la infinitud del universo. Éstos, por su mirada siempre parcial, nunca
podrán alumbrar la infinitud. En palabras del propio Bruno, no hay sentido
que vea el infinito, no hay sentido de quien se pueda exigir esta conclusión,
porque el infinito no puede ser objeto de los sentidos[4]. Porque, ¿qué razón hay ahora para
afirmar que existe el infinito incorpóreo, o sea Dios, y negar a la misma vez
que no existe el infinito corpóreo, es decir, el universo, cuando no dudamos
que éste es obra de aquel? Y más aún, el
propio Bruno se abalanza sobre el reproche de que no se le puede asignar a la
corporalidad una virtud que sólo le pertenece a Dios, es decir, que sólo Dios
es infinito, diciendo: no postulo un espacio infinito por la dignidad de las
naturalezas o especies corpóreas, ya que la excelencia infinita se presenta
incomparablemente mejor en los individuos innumerables que en lo numerables y
limitados[5].
Queda salvada, por tanto, la unidad
dentro de la pluralidad de criaturas que nos presenta el mundo concreto. Pero
ya no sólo Bruno se refiere a nuestro mundo, sino que esa misma pluralidad se
muestra en la existencia de otros mundos similares a los nuestros. A la hora de
definir esa similitud podemos aventurarnos a pensar que cada una de las
estrellas del cielo no
serían más que soles en los que
se situarían planetas a la manera de nuestro sistema solar. Pero, tal como
apunta Koyré, Bruno se muestra cauto a la hora de hacer semejante afirmación:
No porque no sé si todos ellos o la
mayor parte son inmóviles o si algunos giran en torno a los otros, porque no
hay quien los haya observado, y además, no resulta fácil hacerlo, así como no
se nota fácilmente el movimiento y el progreso de una cosa lejana, la cual, al
cabo de mucho tiempo, no se ve con facilidad que ha cambiado de lugar, como
sucede al observar las naves situadas en alta mar[6].
En esta afirmación podemos percibir
un cambio de nivel. Aquí ya no se trata del conocimiento racional que nos
alumbra sobre la posible infinitud o finitud del universo en relación con Dios
creador. Digamos que ya no trata de poner en claro el horizonte de comprensión
o paisaje en el cual se desenvuelve su cosmología, sino de lo que realmente
podemos llegar a conocer como seres finitos, como criaturas con una perspectiva
parcial concreta. Y aquí pienso que es importante tener en cuenta este salto
porque puede ayudar a contextualizar el trabajo del propio Bruno: en primer lugar,
su tarea de crear un nuevo campo de juego en el que los conocimientos
cosmológicos de la época adquieran un nuevo valor, un nuevo sentido; y en
segundo lugar, a través de ese nuevo horizonte, salir del atolladero en el que
la tradición aristotélico-ptolemaica se encontraba y que había cerrado las
puertas a otras visiones y así, por tanto, tratar de ponerlas en valor:
Pues bien, esta distribución de los
cuerpos por la región etérea era ya conocida por Heráclito, Demócrito, Epicuro,
Pitágoras, Parménides, Meliso, como resulta manifiesto por los restos que nos
han llegado de ellos, en los cuales puede verse que conocían un espacio
infinito, una región infinita, una infinita capacidad de mundos innumerables
semejantes al nuestro, todos los cuales efectúan sus movimientos circulares al
igual que la Tierra el suyo y por eso se llamaban antiguamente ethera, es
decir, corredores, correos, embajadores, nuncios de la magnificencia del único
altísimo, contempladores con musical armonía del orden de la constitución de la
naturaleza, espejo vivo de la infinita deidad. Sin embargo, la ciega ignorancia
ha probado a estos cuerpos del nombre de ethera y lo ha atribuido a
quintaesencias en las que estas luciérnagas y linternas estarían clavadas como
otros tantos clavos[7].
Por esto no puedo estar de acuerdo
con Koyré cuando dice que Bruno no es una mentalidad moderna.
Evidentemente, si piensa que “la modernidad” pasa directamente por el rigor
cientifista, Bruno no es moderno. Pero
moderno puede significar el romper con los moldes establecidos, y en
este sentido es “modernísimo”, tanto que el propio Koyré no duda en decir que en
sus enseñanzas iba muy por delante de su tiempo. Y esa ruptura tuvo que ser
verdaderamente radical atendiendo a las circunstancias de su muerte. A la misma
vez, también me resulta un tanto injustificada la afirmación de que no es
muy buen filósofo, más aún cuando la justifica diciendo que es un
científico muy pobre, no entiende las matemáticas y su concepción de los
movimientos celestes resulta un tanto extraña[8].
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