A MODO DE EPÍLOGO: MARIN MERSENNE CONTRA BRUNO
Con
Giordano Bruno una temática debatida desde la antigüedad como la de la
pluralidad de los mundos y el infinitismo adquiere un sentido diferente: se
trata de un infinitismo cosmológico radicalizado e inserto en una concepción
global de la realidad que mantiene una oposición completa con cualquier modelo
cosmo-onto-teológico compatible con el cristianismo[1].
Lo más importante de la obra de
Bruno es que abrió la puerta a una visión de la realidad que disentía
profundamente de la visión cristiana. Quizás la réplica de Marin Mersenne
(1588-1648), desarrollada en su segundo volumen de L'impiété des déistes, athées et
libertins de ce temps, refleje
muy claramente esa oposición entre las dos visiones de la realidad. Con este
trabajo, según palabras de Carlos Gómez, Mersenne pretende contrarrestar la
considerable difusión que, a su juicio, estaban alcanzando la irreligión y la
impiedad en la sociedad francesa de su tiempo[2].
Mersenne encuentra en la obra de Bruno un
componente radicalmente anticristiano oculto en su planteamiento
cosmo-teológico basado en el principio de plenitud aplicado sin ningún tipo de
restricción que acarreaba la afirmación del universo infinito como el efecto
necesario de la labor de un Dios infinito. Y esto es precisamente lo que
escandaliza a Mersenne, que el universo tenga que ser a la fuerza infinito.
Porque, como dice Carlos Gómez, que la causa infinita tenga que operar con
un efecto infinito implicaba una operación de carácter necesitarista, elemento
opuesto a la teología cristiana, por excluir el voluntarismo y, por ende, algo
también fundamental para el cristianismo, como era la concepción de una
creación contingente y separada de Dios[3]. Así, para Bruno,
en Dios la necesidad y la libertad se encuentran unidas, son la misma cosa.
Hablamos de la negación de la distinción entre potentia absoluta y potentia
ordenata en Dios. Y es en este punto en el que Mersenne ve necesario hacer
patente la falta en Bruno. Para él, Bruno incurre en un grave error teológico
al no asumir la distinción entre las dos potencias de Dios. De esta manera, la potentia
absoluta se refiere a la acción necesaria e infinita de Dios que se realiza
sólo en su interior. La potentia ordenata sería la creación libre de
Dios que daría como resultado el universo con todos sus elementos. Como bien
dice M. Á. Granada, poder y voluntad divinas deben ser distinguidos en esta
dialéctica ad intra y ad extra, pues sus objetos son distintos:
objeto de la potencia es lo que no contiene contradicción, lo posible (…);
objeto de la voluntad es lo que Dios elige de su propio potencia infinita, esto
es, del total de lo posible inteligido en su verbo, para darle existencia
actual como universo creado fuera[4].
Con esto queda salvado el voluntarismo, pieza clave
de la doctrina cristiana y negada por el propio Bruno. Y a partir de este
voluntarismo la cuestión sobre si el universo es finito o infinito pierde todo
carácter decisivo por la sencilla razón de que
Dios, que es el que posee la potencia para crear el universo, aplica con total libertad su voluntad, la de hacer un universo finito o infinito. En palabras de Carlos Gómez, una vez admitida la contingencia de la creación, la discusión acerca del infinito cosmológico adquiere un cariz muy distinto al que posee en la teoría bruniana (y de toda la tradición del principio de plenitud)[5].
Dios, que es el que posee la potencia para crear el universo, aplica con total libertad su voluntad, la de hacer un universo finito o infinito. En palabras de Carlos Gómez, una vez admitida la contingencia de la creación, la discusión acerca del infinito cosmológico adquiere un cariz muy distinto al que posee en la teoría bruniana (y de toda la tradición del principio de plenitud)[5].
Este hecho tuvo una considerable importancia a la
hora del desarrollo posterior de la cosmología. Por un lado, los cada vez mayores
descubrimientos astronómicos hacían inviable el universo cerrado de la
tradición aristotélico-ptolemaica que, sin duda, había sido una pieza clave
durante mucho tiempo en el aparato cosmo-teológico cristiano. Por otro, vista
la puerta abierta por Bruno, era necesario cerrar el paso rápidamente a
aquellos aspectos que iban en contra de los fundamentos de la Iglesia. Poco
importaba, entonces, las esferas fijas, si la tierra se movía o que el Sol
“salga por Antequera”. Era más importante salvar el voluntarismo de Dios.
Sin duda, en cierto modo los pensadores se vieron
liberados de la tarea de afirmar abiertamente la existencia o no de un mundo
infinito, con lo cual, podían salvar el problema de una posible disputa con la
Iglesia. Ésta seguía manteniendo el poder en los asuntos espirituales. Este
hecho se vio muy claramente en un autor como Newton. Tal como apunta Koyré, nada le impedía a Newton estudiar las leyes
de la “atracción” o “gravitación” sin verse obligado a dar una explicación de
las fuerzas reales que producían el movimiento centrípeto de los cuerpos[6].
Efectivamente, no hacía falta aventurarse a dar una explicación sobre quién
o qué era lo que producía el movimiento mientras se puedan descubrir
independientemente las leyes que gobiernan esos movimientos. En definitiva, con
el paso del tiempo la revolución copernicana empezaba a tomar cuerpo y, siguiendo
las pautas de la revolución científica, se fueron abandonando los postulados
más metafísicos en pos de una visión más científico-técnica de la realidad
basada en unas leyes universales. Quedaba, por tanto, encontrar esas leyes
universales, tarea que le correspondería al hombre, no a Dios.
[1] Gómez, C. (1997). Marin Mersenne: la
polémica acerca de la pluralidad de los mundos en las" Quaestiones
celeberrimae in Genesim" y sobre el intinitismo de Giordano Bruno en"
L'impiété des déistes, athées et libertins de ce temps". Endoxa,
(8), 163-192. Pág. 167.
[2] Ibíd. Pág. 163.
[3] Ibíd. Pág. 181.
[4] Canziani, G., Granada, M. A., &
Zarka, Y. C. (2000). Potentia Dei (l'onnipotenza divina nel pensiero dei secoli
XVI e XVII). Filosofia e scienza nel Cinquecento e nel Seicento. Pág.
133.
[5] Gómez, C. Op.
Cit. Pág. 190.
[6] Ibíd, Pg. 166.
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