LA FORMA Y EL VALOR.
Pienso
que el sentido que otorga Baudrillard a la distinción entre forma y valor en la
obra de arte es fundamental para comprender el texto. Para él, la obra de arte es una forma[1],
no un valor. Y este es el problema principal del arte en la actualidad, que ha
sucumbido al valor, y es por eso que el arte, y con él la estética, ha sufrido
un proceso de aniquilación. Pero, ¿qué entiende Baudrillard por forma? La forma ni dice jamás la verdad sobre el
mundo; es un juego, algo que se proyecta…[2]
En este punto creo que debemos de desembarazarnos de la manida
diferenciación entre forma y contenido. Forma no es una estructura sobre la que
se instala un contenido concreto, sino que es un marco de posibles, y no
infinitos, modos de relación, a la manera de una matriz de distribución. Esta
matriz de distribución, si seguimos las palabras de Zîzêk, no es puramente formal puesto que siempre comienza
con alguna oposición básica (antagonismo “contradicción”), y después busca la manera
de desplazar y/o mediar los dos polos opuestos[3].
Esas mediaciones o modos de relación le
darían a la forma un carácter cambiante. Por ello la forma no es posible sin la
idea de metamorfosis, de cambio, de transformación, en el sentido de que
diferentes modos de relación pueden abrir otras posibilidades relacionales,
otros modos de tal manera que de una forma se pase a otra forma sin que por
ello se tenga que recurrir a ningún valor externo.
La
forma, por tanto, no es más que un dispositivo real, un objeto y su
antagonismo, una especie de establecimiento de límites a la manera de lo
sagrado y lo profano, que instaura una relación entre los elementos en juego.
El valor, por tanto, es agregado, sólo surge a partir de esa forma, que como
hemos dicho, no remite a ninguna idea trascendente. El valor, tanto estético
como mercantil, debe ocupar, en cierto modo, un lugar marginal, o por lo menos
secundario, en la obra de arte. De hecho, así parece haber sido a lo largo de
la historia del hombre hasta nuestra modernidad. Ésta trajo consigo la
supremacía del valor, como cosa que se negocia, que se comercia, que se
intercambia. El arte, como todos los ámbitos de la vida, también sucumbió a los
encantos de la mercancía.
Baudrillard
arremete contra la estética, disciplina que no olvidemos nace con la
modernidad, y que la supone como un hacer valer cultural detrás del cual el
valor propio de la obra de arte desaparece. Aquí podríamos hablar en términos
de valor de uso y valor de cambio: en el
campo económico hay un momento en que los objetos dejan de existir por su
finalidad y pasan a hacerlo sólo unos respecto de los otros; de esta manera lo
que consumimos es un sistema de signos[4].
En este punto conviene recordar aquella discusión entre los franciscanos y el Papa
Juan XXII allá por el siglo XIII que hoy en día, tal como apunta Giorgio
Agamben, ha resultado profética: la instauración del canon teológico del
consumo como imposibilidad de uso[5].
En realidad, la discusión se
centraba en el tema de la propiedad. Los franciscanos, con Guillermo de Ockham
a la cabeza, sostenían que había dos tipos de usos sobre las cosas que nos
brinda la naturaleza: uno es el usus iuris, el de derecho, que se mueve
dentro de la esfera de la propiedad, o sea, que requiere la propiedad de la
cosa, y el usus facti, el uso de hecho, que no la requiere. Con esta
distinción los franciscanos querían reivindicar la altísima pobreza sin que por
ello tuvieran que dejar de vestirse, comer, y tener un techo en el que resguardarse.
Pero Juan XXII, adversario de la orden franciscana, decía que las cosas de
consumo, como la comida, los vestidos, etcétera, no pueden tener un uso
distinto de la propiedad, ya que ese uso se resuelve en el acto mismo del
consumo. Evidentemente, cuando me como una manzana, en el momento de comérmela
deja de existir. Es por tanto que la manzana, como cosa, no puede ser usada por
los demás, luego o es mía, y me es licito comérmela, o es de otro, lo cual si
no es con su permiso no me la podría comer salvo si cometo el delito de
apropiación indebida. Así, sin querer, Juan
XXII provee el paradigma de una imposibilidad de usar que debió alcanzar su
cumplimiento muchos siglos después, en la sociedad de consumo[6].
El uso sólo existe en el ámbito de la propiedad, de tal manera que si no poseo
no podré usar a menos que un alma caritativa me ofrezca algo.
Subyace, por lo tanto, la
eterna relación entre naturaleza y hombre. Para los franciscanos, existía la
posibilidad de que el individuo concreto no hiciera suya una parte de la
naturaleza tal como hoy en día consideramos a la propiedad. La naturaleza sería
ese Otro necesario para mi propio desarrollo personal, nunca como parte íntegra
de mi Yo. No hay apropiación, por tanto, sino uso, contacto, relación. Yo me
relaciono con mi entorno haciendo uso de lo que me brinda. Es por ello que el
mismísimo Proudhon considera que tuyo y mío son expresiones de derechos
personales idénticos, y aplicados a las cosas que están fuera de nosotros,
indican posesión, uso, pero no propiedad[7].
Por el contrario, para el sujeto consumista, el Yo se va llenando de cosas,
de propiedades, coches, casas, ropas, que van engordando su individualidad y
que refuerzan un tipo de personalidad.
Así, cuando Proudhon define la
propiedad como un robo se está situando fuera de ese paradigma del usus
iuris que ha terminado por ser hegemónico en nuestros días. Este hecho,
esta ruptura con el paradigma impuesto, hace de la propiedad pierda su base
legitimadora y, por tanto, se convierta en algo arbitrario, o sea, en un robo.
Y, con respecto al anarquismo, ese salirse del camino reglado conlleva la
incomprensión. Pero no se trata de negar el Estado, ni las leyes, sino
deslegitimar el Estado y las leyes que se sustentan a partir de principios
injustos como el de la propiedad, que niegan la posibilidad de uso, la propia
relación con el entorno, con lo Otro.
Volviendo al campo del arte,
podemos observar que las
obras de arte en otro tiempo no tenían la consideración de objetos de valor de
cambio, o por lo menos, era menos acervada. Por ejemplo, el canto gregoriano.
Esta música está vinculada a un mundo concreto, el de la vida espiritual de los
monjes en los monasterios. Esta manifestación artística no podía ser pensada
fuera de ese mundo, de sus modos de relación concretos y a menudo muy
restringidos. Lo mismo podemos pensar de los cantos vinculados a los ciclos de
siembra y recogida, incluso de la monodia lírica cortesana medieval. Lo que
marcaría el acceso de la estética como disciplina autónoma en la modernidad es
la incorporación en el ámbito del arte del valor de cambio. Éste, siguiendo con
Baudrillard, culminaría con la aparición de figuras como Warthol, que no hace
nada más que certificar la muerte de la estética, y por extensión, del propio
arte. Esta muerte no es más que la renuncia a la forma, en el sentido antes
apuntado, la renuncia al encadenamiento, a la relación que la engendra.
Aunque
Baudrillard considere que ya no es posible una vuelta atrás, una vuelta a las
sociedades primitivas, sí tiene en cuenta que lo que las caracteriza es
precisamente lo que parece que nos falta a la sociedad actual, y al arte en
particular. Según él, en las culturas antropológicas no existe ningún objeto
que no quede fuera de un circuito global, sea de uso o interpretación...[8]
Todo objeto que se precie, por tanto, es objeto por su relación con otros
objetos, con unos y otros sentidos, con unos y otros usos. De hecho todo lo que
no entre en ese circuito deja de ser, no existe. Y ese carácter singular o
cósico del objeto no se puede dar a conocer en términos comunicacionales,
vamos, que las características de un objeto y su vinculación con el mundo no se
aprenden, se dan, y ese darse no es un fenómeno de carácter universal, no se da
a todo el mundo por igual, sino que es un modo de darse en cierto modo
restringido. Según Baudrillard, hoy se pretende que todo el mundo acceda a ese
universo, el de los objetos de arte, y esto hace que ese súper-universo se
convierta en algo aplastante en el que nadie puede tener relación directa y
bruta con él, en el que nadie pueda desplegar sus modos de relación con los
objetos, por inabarcables.
[1] Ibíd. Pág. 91.
[2] Ibíd. Pág. 105.
[3] Zîzêk, Slavoj, El año que soñamos peligrosamente,
Madrid: Akal, 2013, Pág. 8.
[4] Ibíd. Pág. 104.
[5] Cfr. Agamben, Giorgio, Profanaciones, Argentina: Adriana
Hidalgo Editora, 2005.
[6] Ibíd. Pág. 108.
[7] Proudhon, Pierre Joseph, ¿Qué es la propiedad?, Madrid: Diario
Público, 2010. Pág. 62.
[8] Baudrillard, Jean, Op. Cit., Pág. 102.
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