LA ILUSIÓN Y LA IRONÍA.
Con lo dicho anteriormente, no es de extrañar que
para Baudrillard el arte no sea un
asunto de verdad, sino de ilusión. Por tanto, el arte de ningún modo es
representativo, su objetivo no es tratar de expresar ideas, sentimientos,
describir lugares, paisajes, etcétera, sino todo lo contrario, es una especie
de organismo vivo en el que de una forma pasamos a otra forma, en la que siempre
podemos descubrir nuevos modos de relación. Por tanto, la actitud con respecto
a la obra de arte es la de abrirse a esas posibilidades de relación que nos
brinda, abrirnos a juego que despliega. La ilusión juega un papel decisivo.
Pero, ¿qué entiende Baudrillard por ilusión?
Baudrillard distingue entre la ilusión creadora y
la recreadora. La primera es aquella en la que resulta de una abstracción del
mundo parcial, es decir, aquella abstracción que le falta alguna de las
dimensiones, una imagen, unos sonidos, un concepto, un signo. Esa ilusión es la
que hace que la forma pueda metamorfosearse, que busque asiento en otra forma.
En este sentido, la obra de arte nunca es un reflejo fiel de las condiciones
del mundo del que surge, sino el reflejo del modo en el que el mundo se desliza
en el devenir cotidiano, y para ello es preciso que cada imagen le quite
algo a la realidad del mundo; es preciso que en cada imagen algo desaparezca,
pero no se debe ceder a la tentación del aniquilamiento, de la entropía definitiva;
es preciso que la desaparición continúe viva: este es el secreto del arte y de
la seducción[1].
Frente a la ilusión creadora, se encuentra la recreadora,
en la que lo que interesa es la fidelidad en la reproducción de lo real, la
realidad virtual. Es en este tipo de ilusión donde la obra de arte pierde
cualquier tipo de consecuencia estética: pornografía de la imagen en tres o
cuatro dimensiones, de la música en tres o cuatro o cuarenta y ocho pistas, y
más: siempre que se recarga lo real, siempre que se agrega lo real a lo real
con miras a una ilusión perfecta (la de
la semejanza, la del estereotipo realista), se da muerte a la ilusión en
profundidad[2]. La suerte del
arte contemporáneo pasa por esta deriva de la ilusión, por ese hiperrealismo en
el arte en el que el propio objeto de arte se convierte en un objeto real,
entendido como una cosa, como una mercancía, como objeto de intercambio. La
obra de arte pierde así esa dimensión capaz de escapar de lo real mediante la
invención de formas, de nuevos modos de relación. La obra de arte ya no puede,
en cierto modo, imaginar lo real porque ya es lo real. El arte pierde todo su
encanto, toda su fuerza seductiva.
Sin la ilusión, por tanto, estamos abocados a un
exterminio de lo Real. Aquí convendría matizar un poco más el sentido de esta
palabra:
No hablo de ilusión en sentido
peyorativo, no me refiero al concepto negativo e irracional de la ilusión como
falacia, fantasmagoría y mal, ni tampoco, a la ilusión como único destino es
ser rectificada. Hablo d la objetiva y radical ilusión del mundo, de la radical
imposibilidad de una presencia real de objetos o de seres, de su ausencia
definitiva[3].
Julián Marías también habla de este término subrayando,
desde el punto de vista etimológico, su doble faceta o carácter, su negatividad
y su positividad. Para ello dedica su primer capítulo del Breve Tratado de
la Ilusión[4].
En cualquier caso, y en la línea de Baudrillard, para Marías, la faceta
positiva de la ilusión asume un lugar importante en la vida del hombre. Para
él, la ilusión se situaría en esa dimensión estrictamente humana que es su
condición futuriza, es decir, que la vida del hombre está proyectada hacia el
futuro. Conviene, en esto, tener claro que ese carácter futurizo del hombre, su
naturaleza, no consiste en alcanzar una meta, ni un ideal, ni menos aún a un
lugar concreto como el paraíso. El problema del hombre es la propia necesidad
de ese movimiento dirigido que nunca tiene fin, su futuricidad, que nunca alcanza
“el futuro”, porque el futuro no es más que el espejismo creado por ese mismo
movimiento, la pérdida de visión momentánea, ese momento de ruptura que nos
apremia a enfocar de nuevo la mirada. Esto,
claro es, introduce una “irrealidad” en la realidad humana, como parte
integrante de ella, y hace que la imaginación sea el ámbito dentro del cual la
vida humana es posible. Si el hombre fuese solamente un ser perceptivo, atenido
a realidades presentes, no podría tener más que una vida reactiva, en modo
alguno proyectiva, electiva y, en suma, libre[5].
Evidentemente, esta ilusión se mueve de forma necesaria en un horizonte
concreto, el de la muerte. El hombre no es que pueda morir, es que tiene que morir. La muerte incorpora la
falla, la grieta que hace posible el advenimiento de la ilusión, de tal manera
que si, por lo que sea, intentamos obviar, negar, esa muerte, la misma ilusión
termina sucumbiendo. Es por ello que para Marías uno de los hechos más graves de la historia es la tendencia actual –en
gran medida realizada- de eliminar esta radical dimensión de la vida humana[6],
negar la muerte.
Es necesario, por tanto, tener
en claro el lugar de la muerte en el propio hombre. Según nuestros autores, la
muerte es consustancial a la naturaleza humana. Lo que nos diferencia de otros
organismos vivos, por ejemplo las plantas o las bacterias, es la asunción de la
muerte. Ésta se ha incorporado a nuestra materialidad haciendo que ésta alcance
un nivel de organización distinto. Pero en cualquier caso, esa transformación
no es más que un proceso de emergencia. Como dice Marías, para el hombre, lo esencial es que el mundo no está dado –es un error
incalculable de todas las doctrinas que lo reducen a “datos”-; el hombre está
en el mundo, y los ingredientes de éste van “entrando en escena”, van
apareciendo en el horizonte de la vida[7].
A pesar de este carácter
emergente, a pesar de que esa muerte haya provocado en nosotros un salto
ontológico que ha transformado nuestro modo de estar en el mundo -evidentemente,
somos unos seres culturales-, seguimos poseyendo en lo más profundo de nuestro
ser, de nuestra materialidad, lo que llama Baudrillard el olvido de la muerte.
Así termina resumiéndolo: hay algo escondido dentro de nosotros: nuestra
propia muerte. Pero algo más está oculto, al acecho, dentro de cada una de
nuestras células: el olvido de la muerte. En las células acecha nuestra
inmortalidad[8].
Una vez que la ilusión ha desaparecido de cualquier obra
artística por obra y gracia del exceso tecnológico, la ironía, o sea, esa
función crítica subjetiva, la del propio autor o del espectador, también sufre
una radical transformación. Si la ilusión incorpora ese rasgo de diferenciación
o subjetividad en el hombre, anulada ésta, ya no tiene razón de ser su función
crítica, su tomar partido por algo, y esa función crítica se desplaza a la
función irónica del objeto, es el propio objeto artístico el que pone en
evidencia al propio arte. En palabras de Baudrillard, ella (la ironía) ha
dejado de ser una función del sujeto, un espejo crítico en el que se refleja la
incertidumbre, la sinrazón del mundo; es el espejo del mundo mismo, del mundo
objetal y artificial que nos rodea y en el que se reflejan la ausencia y la
transparencia del sujeto[9].
La ironía subjetiva es aquella que apuesta por la desaparición del objeto, de
ese objeto que muestra unos modos de relación cosificados. Es una fuerza llena
de negatividad, de ruptura, en cierto modo, algo maldito, que trata de demoler
todo estatus hegemónico. Pero, ¿qué sucede cuando se produce un exceso de
negatividad? Baudrillard le llama el juego del compromiso[10],
en el que la banalidad, el desecho, la mediocridad, se convierten en valores
que reflejan el actual estado de las cosas. En eso se ha convertido el arte
moderno.
Evidentemente, son objetos que
carecen de valor estético, y por lo tanto, sobre ellos es banal emitir
cualquier tipo de juicio estético. En cualquier caso, estos objetos sí que
tienen un valor, el económico. Las obras de arte pueden ser consideradas, desde
esta perspectiva, como meros productos de mercado, de un mercado que tiene su
encarnación en los circuitos de alta cultura globalizados. Por tanto, la ironía que ejerce el propio
objeto artístico sobre el sujeto, le muestra la sinrazón de su vivir, de sus
valores. Esta ironía actúa como La Peste en el drama de Camus El Estado de Sitio[12],
imponiendo a sus súbditos unas leyes del todo racionales, en nuestro caso, de
la razón económica, que le permiten al
hombre sólo dos cosas: obedecer sin protestar y esperar con resignación a la
muerte.
[1] Ibíd. Pág. 25 ss.
[2] Ibíd. Pág. 15.
[3] Baudrillard, Jean, La ilusión vital, Madrid: Siglo XXI,
2010. Pág. 81
[4] Madrid: Alianza Editorial,
2009.
[5] Ibíd. Pág. 40.
[6] Ibíd. Pág. 55.
[7] Ibíd. Pág. 46.
[8] Baudrillard, Jean, La ilusión vital, Pág. 14.
[10] Ibíd. Pág. 59.
[11] Ibíd. Pág. 36.
[12] Cfr. Camus, Albert, El estado de Sitio, Madrid: Alianza
Editorial, 1994.
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