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Apuntes sobre "El complot del arte" de Baudrillard... 2


LA ORGÍA DE LA MODERNIDAD Y EL OCASO DE LA REPRESENTATIVIDAD.
         La orgía de la modernidad ha consistido en deconstruir alegremente el objeto y la representación[1]. El objetivo era el depurar el arte del excesivo optimismo hacia formas que del todo estaban siendo cuestionadas, como la idea de representación. Ésta idea ha marcado el inicio a la modernidad. La idea de representación pretende descubrir el secreto de un objeto artístico en lo que trata de expresar, una idea, un sentimiento, una imagen concreta, etc… Podemos decir que la representación hace hincapié en los problemas de contenido de la obra de arte, el qué nos dice, el adónde nos transporta... Pero, ¿en qué consiste esa deconstrucción de la representación? La deconstrucción de la representación no sería más que un continuo e infinito ensimismarse en la búsqueda de sentidos cada vez más pequeños y desconectados. Una especie de lucha contra el gran sentido a partir de la disgregación y la fragmentación de las representaciones. Por otro lado, la deconstrucción del objeto señala el descubrimiento de todas las dimensiones que lo conforman, el sacar a la luz todas y cada una de las especificaciones que lo determinan, descubrir su verdad.
            Sin duda, tanto una versión de la deconstrucción como la otra remiten a lo mismo, a dos puntos de vista de un mismo fenómeno, la eliminación de todo componente ilusorio, creativo, en la propia obra de arte, de tal modo que el propio Baudrillard  lo considere un gran problema:
Avanzar más hacia las estructuras elementales del objeto y del mundo, atravesar el espejo de la representación y pasar al otro lado para dar una verdad más elemental del mundo: esto es algo grandioso, si se quiere, pero sumamente peligroso, dado que el arte es de todos modos una ilusión superior (¡al menos lo espero!), y no una avanzada hacia unas cuantas verdades analíticas[2].
            La abstracción, como recurso paradigmático de las vanguardias del siglo XX, se sitúa en ese ámbito deconstructivo. Si bien pone fin al sistema de representaciones decimonónico, y en este sentido significó una renovación total, una fuerza vivificadora que daba un nuevo aliento al mundo del arte, tiene un componente peligroso si su finalidad es la de un examen exhaustivo, la de una exploración analítica del objeto[3].
          Baudrillard propone otro camino que no es el de la deconstrucción, sino el sencillamente abandonar toda representación. Para ello hay que llegar a la matriz de aparición de las cosas[4] -ya hemos comentado en el anterior capítulo la significación de esa matriz-, a partir de la cual las elementos constituyentes se manifiestan en formas múltiples, aunque no infinitas. Por eso Baudrillard aboga por entrar en el espectro de dispersión del objeto, en la matriz de distribución de las formas: tal es la forma misma de la ilusión, de la nueva puesta en juego[5].
           
Es importante detenernos en el significado de la expresión espectro de dispersión de un objeto para explicar el modo cómo debemos acercarnos, como sujetos, a la obra de arte. Podemos suponer que el sujeto que se enfrenta a un objeto artístico sufre el mismo fenómeno que el prisma transparente que se opone a una luz blanca que le atraviesa. Las características de ese sujeto, sus ideas, sus sentimientos, su predisposición con respecto a la obra de arte, determinarán el espectro de distribución que salga a la luz, los modos de relación con respecto a la obra. Por tanto, al igual que las ondas tras su paso por cualquier medio material produce más o menos dispersión y esa dispersión afecta a la propia onda, la actitud o predisposición del sujeto también determinará la forma en la que se presenta la obra de arte en ese sujeto.
            Pero sería injusto otorgar un papel predominante al sujeto, al prisma, como dador de sentidos, de instaurador de modos de relación. La obra de arte, la propia luz, impone límites a esas posibilidades. Los posibles modos están ya incluidos en la propia obra de arte en tanto que ésta y el sujeto están sujetos a una misma circunstancia socio-cultural, lo mismo que el rayo de luz blanca y el prisma comparten una misma dependencia material de carácter inorgánico. Es evidente que el prisma no puede dispersar sino ondas que ya están incluidas en la luz blanca. Los sentidos, por así decirlo, no son impuestos desde fuera por ningún ente espiritual o psíquico. No es tampoco ninguna fuerza o poder oculto en lo más profundo de la materialidad. Todas estas formas acaban sucumbiendo al ideal de la representación, ya sea a través de los universales eternos e inmutables, o a través de los relativos desconectados, desenlazados y fragmentados.
         Podemos resumir todo esto en una sencilla relación triádica entre: “mi gusto”, “su gusto” y “el gusto”. “Su gusto” haría referencia a la propia obra de arte que sale a la luz gracias al gusto del artista; “mi gusto” hace referencia al propio sujeto que se enfrenta a la obra, y, por último, “el gusto”, sería el resultado de esa interacción. El problema de esta articulación es la necesidad de situar la propia obra de arte, al propio objeto del arte en el mismo plano que el sujeto, vamos, que la propia obra de arte aparece en un contexto socio-cultural concreto en el que, más o menos, el sujeto también comparte, vamos que “mi gusto” y “su gusto” comparten un mismo plano de acción, o sea, que ya son dos elementos enlazados, algo que ya tiene, recordando lo que comentábamos en el anterior capítulo, unos valores engarzados, relacionados. Pero el valor nunca puede actuar como objeto en la oposición básica, en la contradicción que abre las posibilidades de relación, la posibilidad de los valores. Así, la obra de arte ocuparía el mismo lugar que el sujeto, es decir, serían parte del prisma, de tal manera que obra de arte y sujeto no serían los elementos clave de la oposición, sino lo valores creados a partir de otra oposición fundamental. Pero, ¿cuál sería esa oposición básica?
En este punto podemos situar, por un lado, lo que antes denominábamos “el gusto”, que no sería más que los típicos universales, todo lo que es, y que estaría representado por el espectro de colores reflejados por el prisma. ¿Qué sería entonces la luz blanca? Pues la falta, la ausencia, que en Baudrillard es representada por la ausencia de alguna dimensión en la creación de la obra de arte. Y esta es el principal problema del arte, tal como pone de manifiesto nuestro autor en referencia al cine actual:
No hay blanco, no hay vacío, no hay elipsis, no hay silencio; como no los hay en la televisión, con la cual el cine se confunde de una manera creciente a medida que sus imágenes pierden especificidad; vamos cada vez más hacia la alta definición, es decir, hacia la perfección inútil de la imagen[6].
Esto es lo que creo que da la clave para dar un sentido “operativo” al esquema del espectro de dispersión. Lo imposible, entendido como falta, frente a lo necesario, entendido como la totalidad, como todo lo existente, como universal. Sobre esta oposición fundamental se generarían los modos de relación, los sentidos, los valores. A partir de ahora la clave estaría ahora en dar una buena definición de esa universalidad, de lo necesario, que se aleje del universal mundo de las ideas y se acerque al singular acto de recepción, o sea, que ya lo universal no remita a ninguna idea que actúe como modelo a seguir y que sea tomada por el artista para realizar su obra y por los sujetos para disfrutar de ella, sino que lo universal remita al particular modo de recepción de la propia obra que viene generado a partir de la contradicción fundamental. En resumen, obviar la idea de representación:
Captar nuestra ausencia del mundo y que las cosas aparezcan… No me interesa que se juzgue o no bellas a mis fotografías. La apuesta no es estética. Se trata más bien de una suerte de dispositivo antropológico que instaura una relación con los objetos (jamás fotografía personas), una mirada sobre un fragmento de mundo que permite al otro salir de su contexto. Eventualmente, porque quien mira esas fotografías también puede mirar desde lo estético y ser recapturado por la glosa. E incluso esto es casi inevitable, ya que a partir del momento en que esas fotografías entran en el circuito de las galerías, se transforman en objetos de cultura. Pero cuando las saco, me sirvo de un lenguaje como forma, y no como verdad[7].
Llegados a este punto, conviene suplementar este esquema basado en dos extremos antagónicos, lo imposible y lo necesario, con la mención de Giorgio Agamben a lo sagrado y lo profano con la que trata de reflejar el modo en que se articula cualquier valor, cualquier signo, cualquier significado, en vida real de los hombres. Si “lo profano” remite a todo lo que pertenece a los hombres, es decir, a todo lo que puede ser utilizado por el hombre, a todo lo que está ahí para el uso común, digamos, los universales, “lo sagrado” alude a su contrario, a lo perteneciente a Dios, luego es algo que no existe para el hombre, es lo imposible. Pero, lo importante de estos dos polos es como se relacionan, porque el uso que hace el hombre de todo “lo profano” no es algo que se dé de forma natural. Como bien dice Agamben, el uso no aparece aquí como algo natural: a él se accede solamente a través de una profanación[8]. Y  lo mismo habría que referir al acto de consagrar, como el término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano[9]. Entre esos polos, por tanto, se situarían esas acciones que no son más que las relaciones instituidas e instituyentes, hablando en términos artísticos, entre las obras de arte, los artistas y los sujetos que disfrutan de cada una de las creaciones. Y ese lugar, o mejor dicho, momento donde se pone de manifiesto esas relaciones es el sacrifico. De tal manera que sagrado y profano representan, así, en la máquina del sacrificio, un sistema de dos polos, en los cuales un significante flotante transita de un ámbito al otro sin dejar de referirse al mismo objeto[10]. Sin duda, encuentro cierto paralelismo en la versión de la matriz de distribución y el espectro de distribución de Baudrillard con el recurso a lo profano y lo sagrado de Agamben.
Y para concluir con este apartado, aunque la posición de Baudrillard no sea estética -en muchos momentos pone de manifiesto que su actitud con respecto al arte es la del agnóstico, la del que se niega a ser educado, instruido, es decir, cazado en la trampa de los signos[11]-, no podemos desestimar la importancia de su espectro de dispersión como generador de valores, normas, leyes o signos que den cuenta de la vida del hombre. Por supuesto, el componente crítico en su postura es fundamental, pero el esquema que introduce no cierra las puertas a nuevas posibilidades, a nuevos valores que rompan con el desolador panorama actual del arte.


[1] Ibíd. Pág. 51.
[2] Ibíd. Pág. 113.
[3] Ibíd. Pág. 112.
[4] Ibíd. Pág. 43.
[5] Ibíd. Pág. 43.
[6] Ibíd. Pág. 14.
[7] Ibíd. Pág. 106.
[8] Agamben, Giorgio, Op. Cit., Pág. 97 y ss.
[9] Ibíd. Pág. 97.
[10] Ibíd. Pág. 103.
[11] Baudrillard, Jean, Op. Cit., Pág. 96.

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