Siguiendo con las anteriores
apreciaciones sobre el ascenso de lo social y el cambio de perspectiva que
impuso en las relaciones políticas entre los sujetos, el problema que se nos
plantea es que el auge de la sociedad ha traído consigo la cosificación de las
relaciones humanas. En este sentido, el sujeto moderno no es alguien que tiene
la vida solucionada y, por tanto, puede hacer uso adecuado de la razón en un
espacio de libertad, es decir, libre de las necesidades materiales, sino que es
alguien por el lugar que ocupa en el cuerpo social, en el grupo. El hombre es
carpintero, músico, actor, es sujeto con unos atributos que dependen de su
trabajo, de su lugar o aportación a todo el grupo, en definitiva, depende de
las actividades que se articulan dentro de un modo de producción, entendido
como manera de producir bienes de consumo necesario para la supervivencia de
todo el cuerpo social.
Todo este movimiento de ascenso
de lo social, como hemos visto antes, fue ganando cuerpo sobre todo en la época
romana, cuando su Imperio ampliaba los dominios o, más exactamente, intentaba
imponer la lex romana a las culturas
y modos que a su paso iba conquistando. Con este proceso de globalización
cultural -si se me permite el anacronismo- no se hizo esperar un tipo de
respuesta como la del cristianismo, una respuesta o reacción también de
carácter global. Así, frente al ciudadano romano, el socius, ya sea el patricio de pura cepa –con todos sus derechos- o
el pobre colonizado –con muchos menos, evidentemente-, el cristianismo propone
la figura del prójimo. Pero esa
propuesta cristiana quizás no haya que entenderla como una reacción frente al
romano, en todo caso sería más idóneo pensarla como la imposibilidad de que las
formas religiosas tradicionales, de carácter orgánico, ya no tenían cabida en
un nuevo mundo que, inexorablemente, ampliaba sus tentáculos. Es por ello la
conocida sentencia de “dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de
Dios”. El cristianismo no se enfrentaba al Imperio porque, en cierto modo, lo
que este imponía pertenecía al ámbito de lo profano, al uso de la técnica, que
tiene como tarea la de organizar, la de hacer habitables los espacios[1], y que
supone, como en todo proceso de transformación técnica, la lucha inevitable, el
derribo de las formas anteriores sobre las que se construirán las nuevas -y no
sólo hablamos de edificios y estructuras administrativas o burocráticas, sino
de funciones sociales o roles personales-, en definitiva, el uso de la
violencia. Y este sería el ámbito del socius,
que Ricoeur lo define como:
aquel
a quien llego a través de su función social; la relación con el “socius” es una
relación mediata: alcanza al hombre en cuanto que [carpintero, profesor] … El derecho romano, la evolución de las
instituciones políticas modernas, la experiencia administrativa de los grandes
Estados y la organización social del trabajo, sin contar la práctica de varias
guerras mundiales, han ido forjando un tipo de relaciones humanas cada vez más
extensas, cada vez más complejas, cada vez más abstractas[2].
Frente al socius, frente al hombre mediado por las relaciones sociales, se
encontraría el prójimo que, como bien nos cuenta Ricoeur, queda muy bien
definido en la parábola del buen samaritano[3]. A este
le pertenece la categoría de los sin categoría, de los inclasificables, de los
que no tienen cabida en el cuerpo político, actores de tercera fila, acaso
figurantes, y que en ese no poseer un papel que desempeñar en el cuerpo social
terminan inventándose un tipo de relación, en este caso directa, no mediada,
“de hombre a hombre”. Y es que, como bien dice Ricoeur, hay otra historia, una historia de los actos, de los sucesos, de las
compasiones personales, entretejida dentro de la historia de las estructuras,
de los acontecimientos, de las instituciones[4].
Y en esa historia donde se desenvolvería la piedad de la que habla Zambrano:
cuando
hablamos de piedad, siempre se refiere al trato de algo o alguien que no está
en nuestro mismo plano vital, un dios, una animal, una planta, un ser humano
enfermo o monstruoso, algo invisible o innominado, algo que es y no es. Es
decir, una realidad perteneciente a otra región o plano del ser en que estamos
los seres humanos, o una realidad que linda o está más allá de los linderos del
ser[5].
Pero frente a estas dos formas de
relación -y acción- humanas, en un principio contrapuestas, aquí la tarea que
se nos encomienda es la de tratar de descubrir lo que Ricoeur llama la unidad de intención. ¿Qué es lo que nos
une a todos los hombres a través de la diversidad de relaciones con los demás?
Ante esta pregunta, lejos de recaer en las fiebres de la búsqueda de esencias,
ya sean materiales o espirituales, hay que saber que esa unidad de intención o
condición común, no aparece así como así, sino que es a través o bajo la forma
de ciertas circunstancias donde emerge. Hablamos de circunstancias como la
guerra, la explotación laboral, la discriminación racial, etc. Es así que el prójimo
no debe ser entendido como lo contrario que el socius, o sea, situarlo en el mismo plano de comprensión, porque situarse
en el punto de vista del prójimo puede significar, a la misma vez, justificar una institución, reformar una
institución o criticar una institución[6]
social, una institución pública. En este sentido, situarnos en el nivel del
prójimo no significa denunciar los grandes avances técnicos, los grandes
aparatos industriales, sociales y políticos, etc., en cuanto avances que atacan
directamente a una supuesta naturaleza humana esencial, sino denunciar la tendencia de los organismos sociales a
absorber y a agotar en su nivel toda la problemática de las relaciones humanas[7].
En este sentido, lo social tiende a ocultar lo que Ricoeur llama el misterio de las relaciones humanas.
En definitiva, volvemos a la relación heideggeriana entre tierra y mundo que ya
apuntábamos en el primer capítulo. Es por todo ello que
la
profundidad de las relaciones humanas no se presenta muchas veces más que
gracias a los fracasos de lo social; hay un sueño tecnocrático o institucional,
en el sentido en que Kant hablaba de un sueño dogmático, del que el hombre sólo
se despierta cuando está desamparado socialmente, por la guerra, la revolución
o los grandes cataclismos históricos; surge entonces la presencia
desconcertante de un hombre a otro hombre[8].
En cualquier caso, lo que
nuestro mundo pone de manifiesto es la imperiosa necesidad de abrir nuevos
espacios dedicados al encuentro con “el otro”, lo que en palabras de Vattino
sería una nueva koiné. Lo público, en
este sentido, no puede ser organizado según las reglas de las relaciones
estrictamente técnicas, estrictamente productivas, sino que deben ser espacios en
los que tengan cabida todas las voces, todas las voces que necesitan decir algo,
espacios donde llevar lo privado, entendido como lo privativo, lo que nos
falta, lo que nos atenaza, a ser tenido en cuenta.
[1] En clave de humor, baste recordar la escena de
esa gran película, La vida de Brian, donde el Frente de Liberación Judaico se
preguntaba por el qué han hecho por nosotros los romanos.
[2] Op. Cít. Pág. 91.
[3] Cfr. “Lucas, 10: 25-37”. Nuevo Testamento, Madrid, Biblioteca de
Autores Cristianos, 1962.
[4] Ricoeur, Op. Cít. Pág. 90.
[5]
Zambrano, María, El hombre y lo divino,
Madrid: FCE, 2007. Pág. 193 y s.
[6] Ricoeur, Op.
Cít. Pág. 95.
[7] Ibíd. Pág. 96 y s.
[8] Ibíd. Pág. 97.
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