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Diálogo sobre lo público y lo privado... y 4



Siguiendo con las anteriores apreciaciones sobre el ascenso de lo social y el cambio de perspectiva que impuso en las relaciones políticas entre los sujetos, el problema que se nos plantea es que el auge de la sociedad ha traído consigo la cosificación de las relaciones humanas. En este sentido, el sujeto moderno no es alguien que tiene la vida solucionada y, por tanto, puede hacer uso adecuado de la razón en un espacio de libertad, es decir, libre de las necesidades materiales, sino que es alguien por el lugar que ocupa en el cuerpo social, en el grupo. El hombre es carpintero, músico, actor, es sujeto con unos atributos que dependen de su trabajo, de su lugar o aportación a todo el grupo, en definitiva, depende de las actividades que se articulan dentro de un modo de producción, entendido como manera de producir bienes de consumo necesario para la supervivencia de todo el cuerpo social.
Todo este movimiento de ascenso de lo social, como hemos visto antes, fue ganando cuerpo sobre todo en la época romana, cuando su Imperio ampliaba los dominios o, más exactamente, intentaba imponer la lex romana a las culturas y modos que a su paso iba conquistando. Con este proceso de globalización cultural -si se me permite el anacronismo- no se hizo esperar un tipo de respuesta como la del cristianismo, una respuesta o reacción también de carácter global. Así, frente al ciudadano romano, el socius, ya sea el patricio de pura cepa –con todos sus derechos- o el pobre colonizado –con muchos menos, evidentemente-, el cristianismo propone la figura del prójimo. Pero esa propuesta cristiana quizás no haya que entenderla como una reacción frente al romano, en todo caso sería más idóneo pensarla como la imposibilidad de que las formas religiosas tradicionales, de carácter orgánico, ya no tenían cabida en un nuevo mundo que, inexorablemente, ampliaba sus tentáculos. Es por ello la conocida sentencia de “dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. El cristianismo no se enfrentaba al Imperio porque, en cierto modo, lo que este imponía pertenecía al ámbito de lo profano, al uso de la técnica, que tiene como tarea la de organizar, la de hacer habitables los espacios[1], y que supone, como en todo proceso de transformación técnica, la lucha inevitable, el derribo de las formas anteriores sobre las que se construirán las nuevas -y no sólo hablamos de edificios y estructuras administrativas o burocráticas, sino de funciones sociales o roles personales-, en definitiva, el uso de la violencia. Y este sería el ámbito del socius, que Ricoeur lo define como:
aquel a quien llego a través de su función social; la relación con el “socius” es una relación mediata: alcanza al hombre en cuanto que [carpintero, profesor] … El derecho romano, la evolución de las instituciones políticas modernas, la experiencia administrativa de los grandes Estados y la organización social del trabajo, sin contar la práctica de varias guerras mundiales, han ido forjando un tipo de relaciones humanas cada vez más extensas, cada vez más complejas, cada vez más abstractas[2].
            Frente al socius, frente al hombre mediado por las relaciones sociales, se encontraría el prójimo que, como bien nos cuenta Ricoeur, queda muy bien definido en la parábola del buen samaritano[3]. A este le pertenece la categoría de los sin categoría, de los inclasificables, de los que no tienen cabida en el cuerpo político, actores de tercera fila, acaso figurantes, y que en ese no poseer un papel que desempeñar en el cuerpo social terminan inventándose un tipo de relación, en este caso directa, no mediada, “de hombre a hombre”. Y es que, como bien dice Ricoeur, hay otra historia, una historia de los actos, de los sucesos, de las compasiones personales, entretejida dentro de la historia de las estructuras, de los acontecimientos, de las instituciones[4]. Y en esa historia donde se desenvolvería la piedad de la que habla Zambrano:
cuando hablamos de piedad, siempre se refiere al trato de algo o alguien que no está en nuestro mismo plano vital, un dios, una animal, una planta, un ser humano enfermo o monstruoso, algo invisible o innominado, algo que es y no es. Es decir, una realidad perteneciente a otra región o plano del ser en que estamos los seres humanos, o una realidad que linda o está más allá de los linderos del ser[5].
Pero frente a estas dos formas de relación -y acción- humanas, en un principio contrapuestas, aquí la tarea que se nos encomienda es la de tratar de descubrir lo que Ricoeur llama la unidad de intención. ¿Qué es lo que nos une a todos los hombres a través de la diversidad de relaciones con los demás? Ante esta pregunta, lejos de recaer en las fiebres de la búsqueda de esencias, ya sean materiales o espirituales, hay que saber que esa unidad de intención o condición común, no aparece así como así, sino que es a través o bajo la forma de ciertas circunstancias donde emerge. Hablamos de circunstancias como la guerra, la explotación laboral, la discriminación racial, etc. Es así que el prójimo no debe ser entendido como lo contrario que el socius, o sea, situarlo en el mismo plano de comprensión, porque situarse en el punto de vista del prójimo puede significar, a la misma vez, justificar una institución, reformar una institución o criticar una institución[6] social, una institución pública. En este sentido, situarnos en el nivel del prójimo no significa denunciar los grandes avances técnicos, los grandes aparatos industriales, sociales y políticos, etc., en cuanto avances que atacan directamente a una supuesta naturaleza humana esencial, sino denunciar la tendencia de los organismos sociales a absorber y a agotar en su nivel toda la problemática de las relaciones humanas[7]. En este sentido, lo social tiende a ocultar lo que Ricoeur llama el misterio de las relaciones humanas. En definitiva, volvemos a la relación heideggeriana entre tierra y mundo que ya apuntábamos en el primer capítulo. Es por todo ello que
la profundidad de las relaciones humanas no se presenta muchas veces más que gracias a los fracasos de lo social; hay un sueño tecnocrático o institucional, en el sentido en que Kant hablaba de un sueño dogmático, del que el hombre sólo se despierta cuando está desamparado socialmente, por la guerra, la revolución o los grandes cataclismos históricos; surge entonces la presencia desconcertante de un hombre a otro hombre[8].
En cualquier caso, lo que nuestro mundo pone de manifiesto es la imperiosa necesidad de abrir nuevos espacios dedicados al encuentro con “el otro”, lo que en palabras de Vattino sería una nueva koiné. Lo público, en este sentido, no puede ser organizado según las reglas de las relaciones estrictamente técnicas, estrictamente productivas, sino que deben ser espacios en los que tengan cabida todas las voces, todas las voces que necesitan decir algo, espacios donde llevar lo privado, entendido como lo privativo, lo que nos falta, lo que nos atenaza, a ser tenido en cuenta.


[1] En clave de humor, baste recordar la escena de esa gran película, La vida de Brian, donde el Frente de Liberación Judaico se preguntaba por el qué han hecho por nosotros los romanos.
[2] Op. Cít. Pág. 91.
[3] Cfr. “Lucas, 10: 25-37”. Nuevo Testamento, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1962.
[4] Ricoeur, Op. Cít. Pág. 90.
[5] Zambrano, María, El hombre y lo divino, Madrid: FCE, 2007. Pág. 193 y s.
[6] Ricoeur, Op. Cít. Pág. 95.
[7] Ibíd. Pág. 96 y s.
[8] Ibíd. Pág. 97.

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