
Todo
esto implica, casi sin querer, una lucha, en definitiva, una
revolución, entendida como “un intento exitoso de transformar los
principios y las prácticas rectores de una aspecto básico de la
vida a través de un acto de movilización colectiva
autoconsciente”1.
Y aquí ya podemos atisbar un primer intento de marcar las distancias
en cuanto al revolución “tradicional”. Para Ackerman, la
revolución liberal no es una revolución total, pero no es que
podamos distinguir entre revolución total y revolución parcial,
sino que cualquier tipo de revolución que diga de llamarse “total”
nunca es total, es decir, se encuentra sometida a “ciertas
limitaciones fundamentales de la ambición transformadora”2.
Este quizás sea uno de los reproches más importantes que se le
puede hacer a Lenin -y me refiero dentro del plano estratégico, no
ideológico-, en su teoría de la lucha de clases. Lenin obvió
incluir al Estado, y su burocracia, dentro de la propia lucha de
clases, como una clase más a tener en cuenta. Este hecho, esta
limitación obviada, dejo expedito el camino a la burocratización
enfermiza de la revolución.
Por
tanto, en este ámbito de la lucha de clases, no es casual que la
relación de los liberales, y no sólo los liberales, con el Estado
sea, en rigor, algo complejo. Como dice Ackerman refiriéndose a los
liberales:
Por
una parte, tienen que usar el poder centralizado de un modo creativo
para garantizar a cada ciudadano una parte equitativa de los recursos
básicos -salud, riqueza, educación- para su respectiva búsqueda de
sentido. Por otra parte, aceptan el principio de gobierno limitado3.
Pero,
no se debe obviar que, toda esa complejidad, debe sustentase sobre
unos ideales básicos, que para Ackerman pasan por la libertad sin
dominación de las personas, la justicia y el libre mercado. Estos
serían las tres dimensiones en las que debe sustentarse cualquier
Estado que se digne en llamarse liberal. En cierto modo podríamos
apuntar que cada una de estas dimensiones representan un tipo de
condiciones situadas en niveles distintos pero fuertemente
relacionados. Por tanto, estas tres esferas, aunque mantendrían sus
propias legalidades, relativas al orden en el que se desarrollan, se
conformarían en mutua interdependencia. El libre
mercado haría
referencia a las condiciones materiales en las que cualquier
individuo se enfrenta en la vida cotidiana, la libertad
sin condiciones
haría referencia a las condiciones subjetivas en las que se
encuentra el propio individuo, y finalmente, la justicia
haría referencia a las condiciones ideales, objetivas, en las que
los sujetos desarrollan su quehacer. Es por ello que para Ackerman
“el reto para Estado activista liberal consista en lograr las
condiciones estructurales para un mercado legítimo, y no destruir la
libertad genuina que el mercado hace posible”4,
lo que se concretaría a través de “un conjunto limitado de
intervenciones estatales estratégicas que aseguren la igualdad
inicial”5.
Pero todo esto, ciertamente, no es una tarea fácil, ¡y bien que la
experiencia de estos dos últimos siglos nos lo ha enseñado!
(...)
1Ackerman,
Bruce, El futuro de la revolución liberal, Barcelona: Ariel, 1995.
Pág. 12.
2Ibíd.
Pág. 12.
3Ibíd.
Pág. 28.
4Ibíd.
Pág. 16.
5Ibíd.
Pág. 29.
Comentarios