La
verdad desesperanzada no nace ante una obstinada adversidad, ni en el
agotamiento de una lucha desigual. Proviene de que no sabemos ya
nuestras razones para luchar o, precisamente, si debemos luchar.
Albert
Camus
Podemos
seguir rastreando la esencia del comportamiento aristocrático en un
ejemplo patológico, el “síndrome de Estocolmo”. Señalamos,
dentro de un punto de vista estrictamente descriptivo -así que no
entramos en asuntos médicos, éticos, políticos, etc.-, que este
síndrome es un claro ejemplo de comportamiento aristocrático en el
que se exalta el movimiento de supervivencia, donde se impone la
necesidad de vida sobre todas las cosas. Tanto el rehén como el
secuestrador, se unen para intentar sobrevivir a toda costa. Se trata
de dos vidas amenazadas. No importa de donde viene esa amenaza.
Evidentemente, la amenaza del secuestrador viene de la sociedad, es
un ser marginado, mientras que la amenaza del rehén es el propio
secuestrador. Pero ambas vidas, a pesar de lo diferentes, tienden a
unirse gracias a ese instinto de supervivencia, tienden a fecundarse.
(Poco importa, en este caso, que el fruto de semejante fecundación
pueda ser estéril, como el mulo, o viable, hablamos de fuerzas, de
instintos, de vectores). Aquí, para bien o para mal, también
Nietzsche ve con claridad este movimiento, cierto que, para ojos poco
acostumbrados -metafísicamente ortodoxos- pueden causar sus
palabras, por un lado, pavor, y por otro, ser utilizadas para fines
de lo más macabros. (No queremos insistir en la ambivalencia de las
palabras de Nietzsche, pero valga demuestra esta cita):
Hombres
dotados de una naturaleza todavía natural, bárbaros en todos los
sentidos terribles de esta palabra, hombres de presa, poseedores
todavía de fuerzas de voluntad y de apetitos de poder intactos,
lanzáronse sobre razas más débiles, más civilizadas, más
pacíficas, tal vez dedicadas al comercio o al pastoreo, o sobre
viejas culturas marchitas, en las cuales justamente la última
fuerzas vital se extinguía en brillantes fuegos artificiales de
espíritu y de corrupción1.
Aplicando
lo anterior a la lucha de clases, determinamos que ésta nunca es
directa, siempre es una lucha desplazada. En muchos casos nos
encontramos en que en nuestra propia trinchera se encuentra nuestro
peor enemigo, pero no luchando contra nosotros, sino contra un
enemigo común. Imaginemos un “marxista ortodoxo” y un “liberal
fiel defensor del libre mercado”. Podríamos decir que son enemigos
acérrimos. Cada uno utiliza sus armas contra el otro en su
particular batalla. Pero puede resultar que, en algunos casos, ese
contexto desaparece y, de golpe y porrazo, nos situemos en un nuevo
paisaje, el paisaje del sistema macroeconómico financiero global,
cuya imposición de normas neoliberales (des-regulación de los
mercados, etc...) producen una serie de consecuencias nefastas en el
cuerpo social, consecuencias a las que se aplican concienzudos
marxistas y pura sangres liberales para atenuar sus efectos. En ese
momento nos encontramos en que el campo de batalla en el que yo,
marxista ortodoxo, comparto trinchera con él, liberal fiel defensor
del libre mercado, comparto trinchera con mi propio enemigo, enemigo
que a su vez es enemigo de mi enemigo.
Desde
nuestra postura, por tanto, necesitamos sacar a la luz este tipo de
desplazamientos, que comprometen seriamente a la propia lucha de
clases, con el fin de plantear una estrategia cabal en esta nuestra
revolución.
1Ibíd.
Pág. 220.
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