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Prolegómenos para una lucha de clases... 4: La Aristocracia (y b)


La verdad desesperanzada no nace ante una obstinada adversidad, ni en el agotamiento de una lucha desigual. Proviene de que no sabemos ya nuestras razones para luchar o, precisamente, si debemos luchar.

Albert Camus

Podemos seguir rastreando la esencia del comportamiento aristocrático en un ejemplo patológico, el “síndrome de Estocolmo”. Señalamos, dentro de un punto de vista estrictamente descriptivo -así que no entramos en asuntos médicos, éticos, políticos, etc.-, que este síndrome es un claro ejemplo de comportamiento aristocrático en el que se exalta el movimiento de supervivencia, donde se impone la necesidad de vida sobre todas las cosas. Tanto el rehén como el secuestrador, se unen para intentar sobrevivir a toda costa. Se trata de dos vidas amenazadas. No importa de donde viene esa amenaza. Evidentemente, la amenaza del secuestrador viene de la sociedad, es un ser marginado, mientras que la amenaza del rehén es el propio secuestrador. Pero ambas vidas, a pesar de lo diferentes, tienden a unirse gracias a ese instinto de supervivencia, tienden a fecundarse. (Poco importa, en este caso, que el fruto de semejante fecundación pueda ser estéril, como el mulo, o viable, hablamos de fuerzas, de instintos, de vectores). Aquí, para bien o para mal, también Nietzsche ve con claridad este movimiento, cierto que, para ojos poco acostumbrados -metafísicamente ortodoxos- pueden causar sus palabras, por un lado, pavor, y por otro, ser utilizadas para fines de lo más macabros. (No queremos insistir en la ambivalencia de las palabras de Nietzsche, pero valga demuestra esta cita):
Hombres dotados de una naturaleza todavía natural, bárbaros en todos los sentidos terribles de esta palabra, hombres de presa, poseedores todavía de fuerzas de voluntad y de apetitos de poder intactos, lanzáronse sobre razas más débiles, más civilizadas, más pacíficas, tal vez dedicadas al comercio o al pastoreo, o sobre viejas culturas marchitas, en las cuales justamente la última fuerzas vital se extinguía en brillantes fuegos artificiales de espíritu y de corrupción1.

Aplicando lo anterior a la lucha de clases, determinamos que ésta nunca es directa, siempre es una lucha desplazada. En muchos casos nos encontramos en que en nuestra propia trinchera se encuentra nuestro peor enemigo, pero no luchando contra nosotros, sino contra un enemigo común. Imaginemos un “marxista ortodoxo” y un “liberal fiel defensor del libre mercado”. Podríamos decir que son enemigos acérrimos. Cada uno utiliza sus armas contra el otro en su particular batalla. Pero puede resultar que, en algunos casos, ese contexto desaparece y, de golpe y porrazo, nos situemos en un nuevo paisaje, el paisaje del sistema macroeconómico financiero global, cuya imposición de normas neoliberales (des-regulación de los mercados, etc...) producen una serie de consecuencias nefastas en el cuerpo social, consecuencias a las que se aplican concienzudos marxistas y pura sangres liberales para atenuar sus efectos. En ese momento nos encontramos en que el campo de batalla en el que yo, marxista ortodoxo, comparto trinchera con él, liberal fiel defensor del libre mercado, comparto trinchera con mi propio enemigo, enemigo que a su vez es enemigo de mi enemigo.

Desde nuestra postura, por tanto, necesitamos sacar a la luz este tipo de desplazamientos, que comprometen seriamente a la propia lucha de clases, con el fin de plantear una estrategia cabal en esta nuestra revolución.

1Ibíd. Pág. 220.

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