Es
evidente que cuando nos enfrentamos a un proceso de cambio nos
preguntemos el hacia dónde queremos llegar (pregunta que afecta al
orden subjetivo), el qué pretendemos conseguir (que afecta al orden
objetivo) y con qué medios quiero llevarlo a cabo (que afecta al
orden material). Todas ellas, en su conjunto y en un principio,
tienen un carácter vago, inconsistente, y sólo poco a poco se van
trabando, van tomando forma definida. Pero quizás haya que tener en
cuenta que esas preguntas pertenecen, se hayan incluidas, al mismo
proceso revolucionario, son parte intrínseca, son los campos de
batalla donde la revolución se juega “las habichuelas”. En este
sentido, es oportuna la pregunta que se hace el propio Ackerman en
relación a lo que los propios países del Este, que eran,
ciertamente, los verdaderos protagonistas del cambio, les pasaba por
la cabeza en el contexto de la caída del muro de Berlín. Aunque
nuestro autor asume que las causas de la caída del bloque comunista
son variadas, por ejemplo, la religión en Polonia, el nacionalismo
en todas partes, sin duda parece no tener duda de que “en alguna
medida Europa Occidental y los Estados Unidos sirvieron como modelos”
a esos países. Pero, “¿qué fue lo que les atrajo?, ¿su
liberalismo o simplemente su riqueza? ¿Fue su promesa de libertad o
su propaganda de paraíso consumista?”1.
Quizás
esa pregunta es difícil de responder porque, en verdad, ¿cuando uno
está metido de lleno en un proceso de cambio, está tan claro el
dónde, el cómo y el qué? En mi opinión, no. Sin duda, porque
pensar en que “sí” sugiere la idea de que el cuerpo social tiene
una percepción cabal de lo que quiere, es decir, es abogar por la
homogeneidad de una sociedad concreta, y esto, creo, es mucho
suponer. Pero no queremos decir con ello que no sea posible un cuerpo
social cohesionado, sino que en eso consiste un proceso de cambio, de
revolución, que la cohesión de un grupo cada vez está más rota,
fragmentada, y que es necesaria una re-actualización, una vuelta a
la seguridad de la consistencia.
Como
se ve, la lucha de clases, el hacer que la masa se sume al proyecto
liberal, o sea, que el liberalismo gane “corazones y mentes”, se
convierte en una prioridad. Y para esta lucha, Ackerman ve necesario
que las élites liberales se centren en el aspecto objetivo de su
ideología, en lo que hemos venido llamando las condiciones objetivas
del liberalismo, la justicia. Ackerman tiene claro que, por sí
solas, las condiciones materiales, el libre mercado, y las
subjetivas, la libertad sin coacciones, no podrían desarrollarse
plenamente. Podríamos decir que, sin la justicia, el libre mercado
derivaría en la perversión de la sociedad consumista, y que el
libertad sin coacción se reduciría al mero acto de meter un voto en
la urna. De ahí la importancia que le otorga a la constitución, a
ese marco legal en el que se concreta la idea de justicia. Así, para
Ackerman, “promover el constitucionalismo como primera medida en la
agenda política hará volver luego el discurso político hacia una
dirección liberal”2.
Y eso supone, para los países del Este y su recién conquistada
autonomía política, la necesidad imperiosa de crear ese marco
objetivo que logre desmarcarse de las servidumbres del antiguo
régimen. Sin esa acción decisiva, por tanto, “la dimensión
liberal del objetivo revolucionario puede sufrir una gran erosión
aun sin una masiva reacción antiliberal de la población en
general”3.
La
tarea es complicada, como bien dice Ackerman en torno al
constitucionalismo, la revolución liberal se encuentra con dos
alternativas: “o bien intentar una formulación integradora de sus
principios revolucionarios, o contentarse con una serie de
modificaciones ad
hoc
de los viejos textos comunistas”4.
Evidentemente, la segunda opción se tendría que descartar ya que
“muchos principios y prácticas autoritarias heredadas del viejo
régimen pueden escapar al proceso de modificación ad
hoc,
aun cuando hayan sido rechazados en una revisión integradora”5.
Ciertamente, Ackerman apuesta por la primera opción que, por una
parte, como apuesta integradora, puede servir como “símbolo
central” del logro revolucionario, como una especie de “patriotismo
ilustrado”, y por otra parte, y esto es una cuestión más de
pragmatismo político, la élite política que participa en esa
negociación encontrará más dificultades para “instrumentalizarla”,
para servir de ella con fines partidistas.
Sirvan estas líneas como agradecimiento a mis amigos liberales...
1Ibíd.
Pág. 71.
2Ibíd.
Pág. 72.
3Ibíd.
Pág. 56-57.
4Ibíd.
Pág. 67.
5Ibíd.
Pág. 67.
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