4.
En
la primera entrada nos referíamos a las fuerzas heterogeneizadoras,
aristocráticas, y las homogeneizadoras, plebeyas, que entran en
mutua relación y que son las que dan lugar, si se mantienen en
estado de equilibrio, a un cuerpo social concreto, en nuestro caso,
una nación. Es de suponer que cuando esas fuerzas se desestabilizan,
o sea, que una se impone sobre la otra, el cuerpo social entra en
decadencia, bien por nivelación (exceso de homogeneización) o bien
por caótica conformación (exceso de heterogeneización). En este
contexto, el problema que Ortega percibe en España es una falta de
tendencia aristocrática, heterogeneizadora, la que instaura sentido,
pero un sentido desde el punto de vista formal, conformador, lo que
llamamos una polarización, una direccionalidad. Pero, ¿es que no
hay hombres aristocráticos? No, el problema no es el hombre, es la
falta de la tendencia aristocrática. El hombre aristocrático, que
los hay, se hunde en el seno de una tendencia, por así decirlo,
contraria que pone toda esa energía heterogeneizadora al servicio,
bajo la tutela, de la tendencia homogeneizadora. Por todo esto, es
normal que el problema de la masa y la aristocracia sea un problema
de relaciones, es decir, del modo en el que esas fuerzas se traman,
se articulan en una direccionalidad concreta. Por ello, dice Ortega,
“tal vez no haya cosa que califique más certeramente a un pueblo y
a cada época de su historia como el estado de las relaciones entre
la masa y la minoría directora”1.
En
este sentido, la pregunta por el si hay hombres se nos ilumina ahora.
En horas ascendentes, cuando las masas se sienten masas, es cuando
aparecen los grandes hombres, se impone la heterogeneidad sostenida
por la colectividad anónima, (la homogeniedad potencializada
sostiene la actualización de la heterogeneidad), mientras que, en
las horas decadentes, es cuando se impone la masa y no aparecen los
hombres, no vemos los hombres, porque es la heterogeneidad, la
ausencia de masa, ausencia de colectividad anónima, la que actualiza
la nivelación, la masa propiamente dicha. Por ello, “es
completamente erróneo suponer que el entusiasmo de las masas depende
del valer de los hombres directores. La verdad es estrictamente lo
contrario: el valor social de los hombres directores depende de la
capacidad de entusiasmo que posea la masa”2.
Por
todo lo dicho, ya nos hacemos una idea clara del concepto de nación
que tiene Ortega: una nación “es una masa humana organizada,
estructurada por una minoría de individuos selectos”3.
Una nación, como hecho social, asume el mismo estatuto ontológico
que el estado psíquico de Lupasco, en el que las dos fuerzas
antagónicas se mantienen en equilibrio, es decir, aristocracia y
masa se mantienen estables. Y aquí ya podemos percibir lo
interesante del estudio de Ortega sobre España, al entender lo
aristocratico como una polarización o energía, como una fuerza
heterogeneizadora, y la aplicación ese movimiento “energético”
para el análisis de la sociedad española. Pero, la cosa no se queda
aquí, sino que dicho análisis se realiza sobre dos dimensiones de
lo que nos disponemos a llamar “paisaje de la nación”, es decir,
que el problema de España se manifiesta a través de dos niveles, a
pesar de que el propio Ortega no sea muy explicito para ello, a
saber: por un lado, el proceso interno de construcción del estado
nacional, la fotografía fiel del estado de las dos fuerzas
antagónicas de nuestra nación; y por otro, el proceso externo en el
que se descubre la situación de nuestro nación, y su tendencia
particular, en relación a otras naciones, otro tendencia a la que se
somete. De ese proceso interno ya hemos hablado antes en relación
con la unificación de los reinos de Castilla y Aragón y el proceso
de decadencia que se inicia a partir del año 1580. No insistiremos
en ello. En relación al proceso externo, Ortega se remonta a la
época de los pueblos germánicos que, una vez que el Imperio Romano
cayó por su propio peso, llegaron a la mismísima península
ibérica. Pero el hecho de que fueran los visigodos, y no los
francos, por ejemplo, los que se instalaran en la península no fue
un acontecimiento baladí. Los visigodos eran, para Ortega, el pueblo
germánico más decadente, en la medida de que estuvo más
influenciado por el Imperio Romano. Sus élites, por tanto, ya
estaban “marcadas” por la decadencia espiritual. En este
contexto, la unión de Castilla y Aragón, y todo lo que supuso, no
pudo ser más que un espejismo, una especie de impasse
a
la espera de que otras fuerzas aristocráticas tuviesen las
suficientes energías para emergen como tendencia. Y así es como
pasó. Porque, ya en el siglo XIX, mientras otros países se
repartían el mundo, España perdía lo que en otrora era suyo, la
mayoría de las colonias americanas.
Así,
aplicando las ideas de Lupasco sobre el estado de la materia psíquica
como equilibrio de fuerzas antagónicas, debemos suponer que la
propia situación de España, tal como ha sido descrita hasta ahora,
que refleja un estado de homogeneización y de decadencia, potencia
el estado de actualización de otras naciones, como por ejemplo la
Francia y la Inglaterra de la época y, más concretamente,
atendiendo a los hechos del desastre del 98, EEUU. Podemos, por
tanto, asumir que nuestra invertebración se inserte en el seno de
una vertebración más profunda, la de Europa Occidental, la del
mundo Occidental.
1Ibíd.
Pág. 95.
2Ibíd.
Pág. 97.
3Ibíd.
Pág. 99.
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