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1.
¿Quién
es el tribunal?, ¿quién es el juez?, ¿cuáles son los cargos?...
Son las preguntas que nos pueden asaltar a lo largo de la lectura de
esta novela. Preguntas, evidentemente, que se convierten en retóricas
una vez que culmina, porque el juez, el tribunal y los cargos
ya parecían estar inscritos en el propio K..., el sujeto protagonista. Y es
que, tal como venimos diciendo en otros contextos, el hombre se halla
marcado desde un principio, desde su nacimiento. Sólo que no se es consciente de esa marca hasta que llega el momento de la detención inexplicable, todo sea dicho. Y es esa marca, la que apremia a la conciencia, la que ejercerá de fuerza
rectora de la novela. ¿En qué sentido esa marca o fisura, ese algo
que no tiene historia porque ya está inscrito en el propio ser,
puede regular una trama de carácter histórico lineal?
Debemos
de tener en cuenta que en el ser humano podemos descubrir dos niveles
o estratos en su darse como sujeto real: el ontológico, el que se
sitúa en la esencia del propio ser, lo Real del hombre, es decir, lo
que hace que el hombre sea hombre en todas las circunstancias (hablamos de su universalidad); y el nivel simbólico e ideológico
(niveles axiológico y categorial), lo Irreal, con el que el propio
hombre, el propio sujeto, se mueve en la vida cotidiana y que, por
ello, porque la vida cotidiana del hombre es distinta en cada una de
las manifestaciones, tiene un carácter plural, distinto (hablamos de la singularidad).
Es a través de ese juego entre los dos niveles con el que el autor
trata de dar consistencia y validez estética a su obra. La tensión en la novela,
por lo tanto, no es diacrónica, entendida como mera acumulación de situaciones
que dan lugar a un alumbramiento, a una resolución imprevista, sino
sincrónica, en el sentido de que los hechos que suceden no son más
que las distensiones o los roces entre esos dos niveles que se hayan
“encarnados” en un mismo sujeto.

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