3.
La encarnación
Sin
duda uno de los pasajes más bellos de La
Agonía del Cristianismo
se encuentra en el cuarto capítulo, “Abisag,
la sunamita”.
En él se muestra el carácter de los polos en contradicción y a la
vez su encarnación en un sólo hombre, en el sujeto decimos
nosotros, el rey David. Si bien Abisag representa la comunidad,
Salomón, el hijo de David, representa la ley objetivada. Estas dos
dimensiones están mediadas por la figura de David, la ley viva. No
es de extrañar que para Unamuno, “David ha sido para los
cristianos uno de los símbolos, una de las prefiguraciones del
Dios-Hombre, del Cristo”1.

Quizás
uno de los capítulos que refleja este movimiento o necesidad de la
ley objetivada es “El
verdugo”
de la novela El
Proceso
de Kafka, de la que hablaremos otro día. K... cuando fue retenido en
su casa, sufrió una serie de abusos por parte de los policías. El
día que le hicieron el primer interrogatorio, K... hizo referencia a
dichos abusos. Precisamente, en este capítulo, K... encuentra a un
verdugo en una habitación castigando a esos inspectores, que, por su
parte, reprochan a K... el haberlos delatado. Evidentemente, K...
consideraba que su problema no era devenido por la actitud de los
policías, sino del error judicial que le había llevado a esta
situación, y por ello, consideraba excesivo el castigo a esos
inspectores, pero al haber invocado a la ley (al asumirla de manera
indirecta, es decir, tratar de defenderse bajo su mismo paraguas),
ésta se deshace y aparece en su aspecto comunitario, es decir, a
través de la comunidad, de las personas que integran, que dan cuerpo
a esa ley, o sea, los propios inspectores en este caso.
Por
todo esto, ya podemos situar el papel de la encarnación de la
contradicción en el propio sujeto. Es en él donde las dimensiones
legal y comunitaria se viven, o mejor dicho, se “sufren”. Así, y
recurriendo a lo que hemos dicho en relación a la película “El
Ángel Exterminador” de Buñuel, en el momento en el que el sujeto
invoca la letra, en el momento en el que procuramos su ayuda, ésta
desaparece, no es más que letra muerta, porque ya hemos perdido la
fe en ella, la fe en el Verbo, que es precisamente la que la
sostiene. La tragedia del hombrees, por tanto, que si uno se entrega
a la ley objetivada, el cuerpo social se desintegra, degenera, se
atrofia. Por ello, para Unamuno, “el
alma, entregada a su agonía de amor y de conocimiento, apenas si se
entera de la que hace Salomón, de su obra política, de la historia,
de la civilización, ni de su Templo, es decir, de la Iglesia”2,
es decir, que el sujeto siempre tiene a sus espaldas la ley
objetivada, pero en el momento en el que mire hacia atrás, esa ley
desaparecerá, como desapareció Eurídice ante los ojos de Orfeo.
1Ibíd.
p. 55.
2Ibíd.
p. 58.
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