2.
Leni y la confesión
El
objetivo de toda confesión es el redención de los pecados. El
sujeto, pecador, con la confesión, trata de liberarse del espectro
que le persigue a raíz de sus errores, de sus pecados. Y pecados,
tal como hemos puesto de manifiesto en la última entrada dedicada a
La Agonía del
Cristianismo de
Unamuno, también se insertan en los diferentes estratos del Ser. En
el nivel ontológico se situaría el pecado original, mientras que en
los estratos simbólico e ideológico se situarían los pecados que
tienen que ver con los valores y las categorías que son hegemónicas
en un determinado momento histórico y, por lo tanto, no son
primordiales, esenciales, sino, en cierto modo, relativos a esos
valores y categorías hegemónicas. En el nivel ontológico el pecado
no tiene que ver con ningún tipo de causalidad, es decir, el hombre
ya nace con el pecado a cuestas, mientras que en los otros niveles,
en la medida de que intervienen unas categorías y valores como
medidas, hay una relación de causa efecto en las diferentes acciones
y efectos que realiza el sujeto en su contexto vital en interconexión
con otras acciones y efectos.

En
relación con el pecado original, y tal como el abogado Huld (el
abogado de pobres) le decía, los expedientes de la justicia y el
acta de acusación permanecían secretos para el acusado y su
abogado. El hombre nace con el pecado y, además, desconoce en qué
consiste ese pecado. Así, ¿a quién dirigir la primera demanda?
Ante tal desconocimiento, al sujeto sólo le queda confesar el pecado
y someterse al interrogatorio. Sólo ese primer interrogatorio le
abrirá las puertas, aunque en un principio de manera borrosa,
oscura, opaca, al conocimiento. Pero no nos referimos al conocimiento
de ese pecado esencial. No, sino a la libertad de ese sujeto.
Expliquemos
esto un poco. Por un lado el hombre debe confesar su pecado, es
decir, que el no es más que la encarnación del pecado original.
Este hecho, esta confesión, no le abre las puertas al conocimiento
de ese pecado, o sea, sus causas, su tribunal, su juez, sino que le
abre las puertas del conocimiento. Ese conocimiento nunca llega de
manera automática una vez confesado el pecado, sino a través de un
trabajo duro. Y sólo a través de ese trabajo duro, un trabajo duro
que sea capaz de sostener un aparato simbólico e ideológico en el
que el hombre, sujeto menesteroso donde los haya, logre estar seguro,
el hombre, decía, encontrará la ansiada libertad.
Da
la impresión que el propio Kafka nos hace dar un buen rodeo, pero es
importante destacar que ese rodeo es decisivo porque nos permite
cambiar de perspectiva en relación con al aparato simbólico
ideológico. Desde la perspectiva habitual, en cierto modo viciada
-hecho que llama más la atención en los tiempos de crisis-, la
burocracia, o sea, la materialización de todo ese aparato simbólico
ideológico, aparece como un ente opresor. Y esta visión podría
pasar por una interpretación de la obra de Kafka, en la que su
personaje principal sufre de manera tiránica las veleidades del
poder burocrático. Pero, más allá de esta lectura, que, en cierto
modo, podríamos denominar como descriptiva, Kafka parece proponernos
el punto de vista de la ley. En este sentido, en El
Proceso, más que el
sujeto, el que habla es la ley. Este cambio de perspectiva supone que
lo que antes era pura subjetividad, es decir, la degradación del
propio sujeto por parte de un poder burocrático impersonal y
nivelador, se convierta en grandeza de la propia ley, es decir, que
lo que se pone de manifiesto es que el sujeto, llegado el estado
actual de las cosas, no puede seguir haciendo un uso particular de la
ley porque en ello está su propia muerte, su propia destrucción. En
los dos casos se habla de la muerte del sujeto, pero mientras que la
primera es por culpa de la ley, en la segunda es por culpa del propio
sujeto, que ya es diferencia.
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